No acaba de convencerme el asunto
de los Días Internacionales, Mundiales o Universales de esto o de lo otro. No
dudo de que muchos de ellos hayan nacido con la mejor de las intenciones, sea para
conmemorar efemérides, concienciar sobre determinadas enfermedades u homenajear
a colectivos más o menos marginados, pero creo que el asunto se ha ido
desvirtuando y, además de la inflación de celebraciones que lleva camino de copar
los 365 días del año, se han ido añadiendo algunos ciertamente peculiares a los
que mi corto entender no logra encontrar su aquel. Que se celebre el Día
Internacional del Orgasmo Femenino, del Orgullo Zombi o el Día Mundial del
Soltero, pues será sublime, pero yo no lo comprendo. Y aun siendo esta
proliferación frívola un obstáculo evidente para que los mensajes
verdaderamente importantes lleguen a una población cada vez más confusa ante tanto
atiborre, no es esto lo peor. Lo peor es que hay días de estos que excitan el
ansia ocurrente de algunos políticos y algunas políticas, que se sienten en la
obligación de competir por ver quién de ellos o de ellas dice la gilipollez
mayor o propone la mamarrachada más epatante.
El último ejemplo de esta avalancha
delirante lo hemos sufrido esta misma semana, con motivo del Día Internacional
de la Mujer Trabajadora, instituido así en el año 1910, en Copenhague. Con el
paso de los años, el término “trabajadora” original desapareció, con lo cual,
libre el genérico de acotaciones y corsés, las posibilidades para el desvarío
ingenioso de algunos y algunas se amplían ad infinitum. Y este último 8 de
marzo, no sé si porque a la andanada verborreica se han unido los partidos
emergentes, confluentes y convergentes, con sus monsergas populistas; no sé si
porque el despiporre me coge más viejo, más harto y más cansado, o quizá por
ambas razones, me ha parecido que se han batido todos los récords en lo que a
diarreas paritarias se refiere. Ha sido un no parar, un fuego graneado
inmisericorde que me ha dejado para el arrastre.
La instalación de los semáforos igualitarios en Valencia, algo que sin duda pedía a gritos su población y que
los ediles y las edilas de Compromís, PSOE y Valencia en Común, siempre atentos
y atentas a las inquietudes de sus conciudadanos y conciudadanas, han llevado a
cabo con diligencia, ha sido uno de los hitos de esta ajetreada semana. La idea
de un icono vestido y travestido alternativamente de hombre y de mujer, ora con
pantalón, ora con falda, resulta alucinantemente hipnótica, siendo un invento
que, con total certeza, marcará un antes y un después en la lucha contra la
discriminación femenina. Aunque me temo que en el peor de los sentidos, porque lo malo que tiene este engendro
parpadeante es que, queriendo salir de la desigualdad semafórica, sus
inventores, al identificar sexo con indumentaria, se meten de hoz y de coz en
el estereotipo machista más casposo. La tontería dogmática es lo que tiene.
No le ha ido a la zaga en esta
epidemia estrambótica la propuesta, también de Compromís, de eliminar “de los
diputados” en el nombre del Congreso. Con una lógica sin duda confusa y deslavazada,
la diputada Marta Sorlí ha declarado que “no tenemos por qué tener un Congreso
de los Diputados, que excluye no sólo a las mujeres diputadas, sino también a
las que representan”, que ya es falsear un argumento. ¿Cómo va a excluir a las
mujeres diputadas si usted misma, por serlo, está inclusa en él, alma de
cántaro? Siguiendo la dirección absurda y cegata que señala su exposición,
habría también que quitar a uno de los dos leones que adornan la entrada al
edificio y sustituirlo por una leona. Y me extraña que esta portenta no haya
realizado la propuesta. Aunque como uno de los dos carece de testículos, quizá considere
al castrado dentro de la ortodoxia esclerótica y mema de su ideario inclusivo.
Pero, sin duda, la palma en esta
competición de sinsentidos se la lleva Ada Colau, esta alcaldesa zigzagueante y
advenediza que está logrando el imposible de transformar una ciudad amable,
luminosa y hospitalaria como era Barcelona, en un lugar antipático, oscuro e inhóspito.
En su frenesí andrófobo se ha atrevido a asaltar la gramática hasta inventar
una nueva palabra que describa el homenaje, (“homenatge” en catalán), hecho a
mujeres. Dado que “homenaje” tiene raíz latina, “homo” (hombre), quita, quita, fuera
bicho que eso es machismo. Cuando se trate de honrar a mujeres se hará un
“donanatge”, o sea, un “mujeraje”. Que debe de ser, creyendo homenajearla, lo que yo le hago cada mañana
a mi santa llevándole el café calentito a la cama. ¡Si seré machista, primo!
1 comentario:
Genial, como siempre: Álvarez Buiza, poeta cronista inigualable que da en él clavo.
Suscribo todo lo que dices en este artículo.
Encantado de leerte y un fuerte abrazo.
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