Ahora que la luz de los días
empieza ya a cambiar sutil y tenazmente, y los atardeceres se van poblando,
tímidos, de flores melancólicas, de besos sin destino, de miradas perdidas que
buscan otros ojos, que miran otros sueños, hay tardes que se vienen a mis manos
en busca de refugio. Hambrientas y perdidas, depositan en ellas su nostalgia de
otras horas lejanas, imposibles, de un tiempo que se fue sin haber sido. Y
pesan como pesan los silencios, igual que las palabras que lastiman. La vida se
detiene en los recuerdos mientras la tarde, quieta, se adormece en el sol que
zanganea. Y recordar, entonces, es ordenar ausencias, hacer un inventario de
abrazos que se fueron, de risas que quedaron por reír: un dolor inconsútil que
vuela y permanece por el aire como una sombra que buscara amparo. Me quedo
ensimismado y me defiendo de la carga de niebla que produce ese saberme
huérfano de tantos como fueron, del peso que supone la tristeza y el fin de lo
perdido, volviendo atrás, desandando el camino trillado de los años para encontrar
mi infancia. Y la encuentro impoluta y guapa y dulce, (siempre está donde
estuvo), un destello de paz que me sorprende y viene a socorrerme. Me espera
como fue, ajena a cicatrices y a desvelos, aislada, mía, intacta. Y mientras
canturreo garganta adentro la melodía de aquel llavero mágico, oro puro, que mi
madre guardaba igual que un talismán para encantarnos, vuelvo a vivir ese vivir
de entonces.
Aún recuerdo mi cuna, barrotes
niquelados, hermano muerto. Y la dulzura eterna de unas manos dulcísimas que
acariciaban la mejilla de un hijo esperanzado, el que soy ahora mismo en la
quimera, que fingía estar dormido y esperaba. Y vienen a mis ojos, en esta
tarde que recrea el sortilegio de aquellas en que la vida era el milagro de ser
sin saber cómo y la muerte tan sólo una palabra, el fulgor y el sosiego de una
verdad exacta. Ahora, cuando el silencio es un presagio y el otoño es un niño,
llegó la tarde a verme como una bocanada indescifrable que me embriaga de
olores y de voces, de luces que se cuelan por entre las rendijas de una
persiana muerta, de canciones que acarician igual que aquellas manos tiernas.
Ahora, cuando el otoño es un niño caprichoso y mimado que anda en mi corazón
peinando canas. Como el que vuelve al hogar después de un largo viaje y, al abrir
la puerta, llena el ansia del regreso reconociendo olores, y distingue el
reflejo en el mueble gastado por el tiempo o siente, de
repente, el escalofrío del encuentro, así retorno yo, como a un refugio, a los
momentos que quedaron atrás. Y, dulcificado el regreso por el paso de los años
y la equívoca placidez de la distancia, vuelvo a vivir situaciones en las que
la emoción se ofrece contenida, desprovistas aquellas de todo el dramatismo que
conlleva la ausencia. Disfruto en soledad de la añoranza, gastado calcetín de
la memoria, dulce alcancía donde atesoro voces, espectros que se vienen a
consolar la vida, risas casi olvidadas, besos que quedaron dormidos y ahora se
desperezan en la tarde y rompen el dolor.
Esta semana, en Internet, un aviso
impersonal y frío me recordaba que mi amigo Goyo Moreno cumplía años el día 24
de setiembre. Anteayer. Todo un mundo imposible comprimido en dos días. La
cruel exactitud de los números y de los programas informáticos. Y es que
recordar, a veces, es ordenar ausencias, hacer un inventario de abrazos que se
fueron, de risas que quedaron por reír…
2 comentarios:
De lo más bello que te he leído. Una obra maestra de alguien que está mas allá del lenguaje finito. Recuerdo de Goyo, compañero de juegos en nuestra infancia. Un abrazo.
Precioso recuerdo a nuestro querido Goyo, uno de esos seres especiales que nunca tuvieron enemigos, imposible, era todo corazón.
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