En el año 2003, Alejandro González
Iñárritu, dirigió una película inquietante, “21 gramos”, cuyo título hace
referencia a un ensayo que, a principios del siglo pasado, llevó a cabo el
físico norteamericano, Duncan MacDougall, con el que intentaba demostrar que el
alma humana era una sustancia con masa y, por tanto, medible. Para probar su
teoría, mezcla ciertamente incongruente de religión y ciencia, experimentó en
una residencia de ancianos con seis moribundos. Los pesó, mientras agonizaban,
en una cama que era, en realidad, el disfraz de una balanza industrial. Así
pudo comprobar que, en el momento de la muerte, los desdichados sufrían una
pérdida de peso de 21,26 gramos. Seis años después publicó su conclusiones en
la revista “American Medicine” y en el “New York Times”, bajo el título: “El
alma: hipótesis relativa a la sustancia del alma junto a una evidencia
experimental de la existencia de dicha sustancia”. La comunidad científica,
mayoritariamente, rechazó el supuesto hallazgo por inconsistente y falto de
rigor, porque de forma lineal y acientífica deducía que la pérdida de peso del
finado era debida a la migración de su sustancia espiritual. Incluso los más
recalcitrantes lo despacharon de entrada porque, si científicamente no pudo
demostrar la existencia del alma, a qué andar tratando de averiguar su peso. A
pesar de todo, el mito de los 21 gramos de marras ahí sigue. Dando que hablar e
inspirando películas.
En relación con lo anterior, y
según cuentan quienes han estado al borde de la muerte, hay un momento antes de
irte para siempre en el que tu vida se presenta ante ti en un recuerdo
instantáneo y vertiginoso y, sin embargo, capaz de incluir una serie de
detalles que, quizás para compensar el abismo de la nada, se despiertan en tu
cerebro, como un descubrimiento estéril, en ese lance crucial. A increíble
velocidad y, al tiempo, de manera nítida, parece ser que rememoras todo lo que
fuiste de angustias y de dichas, de esperanzas y de fracasos, de luz y de
oscuridad. Una especie de Juicio Final sin dios y sin más veredicto que el que
tú mismo, -juez, jurado, fiscal, defensor, testigo y reo-, estás obligado a
dictar. Una terrible y cruel pirueta postrera que te obliga a encararte con la
vida justo cuando estás a punto de perderla. Aquí no hay experimento, sino tan
sólo, y tanto, la experiencia de los que pasaron por el trance, esquivaron la
huida (Valhondo dixit) y, de regreso, lo contaron. Y eso fue lo que le pasó a
él de forma inesperada y osmótica.
Sintió el estruendo a su espalda,
un latigazo seco y opaco que, pasados los días, aún continuaba resonando en su
cabeza y le asaltaba y se repetía inopinadamente, produciéndole un escalofrío
imposible de dominar. Al darse la vuelta, confuso y sin saber bien qué había
pasado, la vio: inerte, tendida boca arriba, con los ojos cerrados y un gran
charco de sangre bajo su cabeza. Había caído hacia atrás y a plomo mientras
subía la escalera. La creyó muerta y, siendo ella su vida, él también se sintió
morir. Fue en ese momento, mientras angustiado hacía infructuosos intentos por
reanimarla, cuando los años a su lado, tantos ya, tan queridos, pasaron ante
sus ojos como una exhalación vívida, casi tangible. Confirmó cuánto la quería y
cuántas veces la había hecho sufrir con su carácter y su genio, insoportable en
tantas ocasiones. La soledad inundó su
corazón como un aliento gélido, como un presagio funesto. Los recuerdos
desfilaban inclementes ante él dando forma a un balance que arrojaba una deuda
impagable. Sintió una infinita tristeza por el sufrimiento que le había causado
en tantas tardes de soledad y de abandono, por su generosidad, por su
paciencia, por los años perdidos sin compartir la niñez de unos hijos a los que,
ahora, trataba de hacer regresar a una edad irrecuperable para empezar de nuevo
lo imposible, por el dolor postrero de su padre. Sufría, viéndose, por no haber
sabido demostrarles su amor, su cercanía. Todo estaba ahí sin estar más que en la
sinrazón de su quimera, de ese ensueño sonámbulo. Y parecía que la luz de la
tarde hubiera ido a esconderse tras los párpados de su mujer, en su quietud
serena e inquietante, mientras la llamaba sin obtener respuesta. ¡Qué terrible el
silencio de su cuerpo inmóvil! Por fin, al cabo de unos minutos
interminablemente inciertos, ella abrió los ojos y su mirada perdida recorrió
la habitación sin ver. Balbuceaba de forma ininteligible y se quejaba. Acarició
sus mejillas tibias mientras decía su nombre y buscaba en sus ojos el brillo
cotidiano. Sus lamentos, triste señal de vida, aliviaron el inmenso dolor que le
oprimía. Y la soledad.
1 comentario:
Me quito el sombrero ante "La vida en un instante",Sr.Buiza.
Maravilloso comentario,sentimiento puro y pura prosa poética.
Mientras lo leía y releía,la congoja me "agarró"el alma,que no sé si pesa 21 gramos.Sentí que la mía,en esos momentos de la lectura,pesaba mucho más.
Un saludo.
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