Viernes, 24 de abril. Son las 10:45 y el “síndrome
del folio en blanco” me tiene atenazadas las neuronas que, ¡pobres mías!, van, descuajaringadas, camino de la lividez y la
lasitud más inoperante. Cansado y sin consuelo, empiezo a escribir este
artículo que no sé cómo terminaré, ni siquiera si podré hacerlo, porque no
tengo ni repajolera idea de qué camino tomará. Harto de confinamiento; cansado
de informaciones dispares; ahíto de ruedas de prensa inanes que parecen fruto
de una moviola diabólicamente repetitiva; empachado de declaraciones afectadas
y de poses tragicómicas y, en fin, consciente de ser, como todos en mayor o
menor medida, víctima devaluada, estricta y fríamente estadística, para quienes
tienen el poder de que lo seamos. Y es que, cada día que pasa, estoy más
convencido de que, en la escala de valores de los “grandes prebostes sabios
investigadores” que nos mangonean, los ciudadanos, vivos o muertos, ocupamos el
furgón de cola y pasamos de ser personas con cabeza, tronco y extremidades, que
decía el otro, a ser puntos sucesivos y apretujados en las líneas quebradas de
los gráficos estadísticos.
Si para muestra vale un botón, cómo, si no,
interpretar la declaración con la que abrió la semana Fernando Simón, médico epidemiólogo que desde el año 2012 es
director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del
Ministerio de Sanidad y, a la sazón, es también miembro del comité de expertos
para el Covid-19, cuando tras comunicar 399 muertos ese día, dijo textualmente:
«Las cifras que
estamos viendo en los últimos días, y sobre todo hoy, lo que deben hacer es
ponernos felices y contentos». No tengo motivos
para dudar, o sí, de sus conocimientos sobre pandemias y otras alertas o
emergencias sanitarias, pero de lo que sí estoy convencido, y a su frase me
remito, es de que tiene menos empatía que una acelga pocha. Y la sensibilidad
de un ladrillo. Porque vamos a ver : La felicidad y contento a que se refiere,
¿debió ser compartida por los propios difuntos in articulo mortis? ¿Y por sus familiares y amigos después? Otrosí
digo, ¿a partir de qué numero deberemos sentirnos, entonces, desgraciados y
tristes: 400, 401, 500, 1000...? ¿Los deudos de los primeros 399 muertos del
día deberán estar de jolgorio y, desde el 400 en adelante, si los hubiere,
vivir el luto y el respeto que se debe a los muertos y que usted se ha pasado
por el forro de su idiotez? En fin, su frase no digo que sea desafortunada, porque
no está el panorama para eufemismos manidos, su frase es, sencilla y
llanamente, asquerosamente vomitiva. Y, sin duda, definitoria de la calidad
moral de quien la dice. Y «esa es mi opinión y yo la comparto», señor mío, como
diría uno de los Dupont ‘tintinescos’.
En mi artículo del pasado sábado, decía yo que veía al ministro
del Interior, Fernando Grande Marlaska,
«con semblante cada día más zombi y
más entelerido». Y la última vez que, esta semana, coincidí con él, yo en mi
antecocina y él en la tele, me reafirmé en mi impresión: el rostro angulado y
cerúleo, la mirada oscurecida, el gesto más hosco y frío... Me recordaba a algo
o a alguien que no era capaz de identificar. Hasta que esta semana, en una de
mis bajadas a los abismos emocionales, fui presa de un respingo («sacudida
violenta del cuerpo, causada por un sobresalto, una sorpresa, etc.») alucinado
que me llevó hasta La noche del terror ciego, película española de
terror dirigida en el año 1972 por el
portugués Amando de Ossorio, en la
que unos Caballeros Templarios heréticos, ajusticiados siglos atrás, se escapan
de sus tumbas por las noches en busca de nuevas víctimas a las que transformar
en zombis como ellos. Creo que la apariencia cada vez más acartonada y enteca
del otrora exjuez y ahora ministro, encaja a la perfección en la cinta, sólo a
falta de que vistiera un hábito cochambroso y mugriento. Porque la mutación de
vivo a no-muerto ya la lleva puesta. Profesionalmente hablando, digo.
Después de su: «El Gobierno no
tiene ningún motivo para arrepentirse de nada», cuando la pandemia arrasaba las
residencias de ancianos y los hospitales, esta semana se centra en el nuevo
mantra gubernamental, obsesivo y mediático, y nos ofrece: «Los bulos y la
desinformación son los grandes aliados de esta enfermedad». Pues yo creo que
no. Porque, según mi criterio, los grandes aliados de la enfermedad son los
errores de quienes son responsables de combatirla desde las alturas del Poder
Ejecutivo. Por ejemplo: cuando no protegen a los sanitarios que la combaten en
las trincheras hospitalarias; cuando no les ofrecen los medios para saber el
qué y el quién; cuando se dejan engañar por mercachifles en la compra de material;
cuando van dando palos de ciego en las medidas que adoptan y tienen que andar
rectificándose unos a otros... Y sobre todo, repito, cuando nos tratan a todos,
muertos o vivos, como puntos constreñidos y anónimos de gráficos estadísticos.
Disculpen mi presunción pero me
encantaría que, después de este artículo, esta pandilla de mamelucos me
incluyera en la lista de “desafectos”. Más que nada porque la palabreja de marras
me retrotrae a los tiempos franquistas, con el TOP resucitado y la Ley de
Prensa de Fraga vigente. Y en esa oscuridad retroactiva o, muy a mi pesar, futurible, volvería
a creerme joven. Si no es así y pasan de mí, pues tendré que llamarles “pringue
zorras”. A ver si se pican y pican, primo.
Y mi nieta, mientras tanto..., sigue
viviendo su vida alejada de mí.
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