Nunca me interesaron los premios
Ceres. Desde el principio me parecieron una excrecencia impúdica añadida al
Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, que no aportaban nada a la
cultura ni a un prestigio consolidado (con todos los altibajos que se quiera) a
lo largo de su historia, y sólo habían nacido y servían para alimentar el ego
cada vez más enfermizo de Monago. Por eso pensé, después de oír cómo Fernández
Vara se refería a ellos y a otros montajes de autoafirmación presidencial
similares como un derroche inexplicable e incoherente en una región, la
nuestra, crujida a recortes y lacerada por el paro, que este año iban a
emprender un viaje sin retorno hacia la nada. Y porque pensé eso, ¡oh,
incauto!, me ha sorprendido, decepcionándome, que no haya sido así. Cuando se
dio a conocer el primer premiado de la lista me resultó evidente que de lo
esperado, nada de nada, y que el nuevo presidente-consejero de Cultura empezaba
su camino donde lo dejó el anterior presidente-consejero de Deportes. La cuarta
entrega de los premio Ceres era algo irremediable. Al primer tapón, zurrapa,
pensé. Pero, para no pecar de derrotista, la noche del 27 de agosto me aposté
frente al televisor con la débil esperanza de que, a pesar de todo y de mi
pesimismo, quizá este año se atisbara algún asomo de cambio. A mayor
abundamiento cuando se nos decía que la gala iba a desarrollarse sobre la base
de un ‘concepto futurista’. No obstante, ante la contradicción flagrante que
suponía esta premisa conceptual con que, de nuevo, fuera Carlos Sobera su
conductor, temiéndome lo peor y por aquello de que “los duelos con pan, son
menos”, me pertreché de suficientes reservas de cerveza Estrella de Galicia y
de un plato más que generoso de crujientes torreznos de Soria que había
comprado a la vuelta de mi viaje a Barcelona. Y lo que hubiere de ser, que
fuera. ¡Y vaya si fue!
La cosa empezó con una dosis de
‘mapping’ que, mientras un grupo de acomodadores hiperactivos, linterna en
ristre, deambulaba convulso por el escenario,
recreó la estructura del teatro emeritense en todo su primigenio
esplendor, incluidas de matute unas máscaras que gesticulaban al estilo de
Oliver y Benji, y una enorme cabeza tras las columnas de la cual solo podían
verse sus ojos parpadeantes que, la verdad sea dicha, no sé qué diablos
significaba. Si es que significaba algo. Acto seguido, maravillas de la
informática, todo se redujo a escombros para, sin solución de continuidad,
volver a ser reconstruido desde sus ruinas hasta adquirir su actual estado.
Gran alarde de software y tecnología al servicio de una metáfora que nos
sugería la inmortalidad del arte escénico como, por otra parte, la voz en off
del presentador se encargó de confirmar. A ambos lado del escenario aparecieron
entonces dos pantallas que nos llevaban hasta el año 15 del siglo XLI. Y ahí es
donde vino mi primer gran chasco de la noche. Porque en esas pantallas que nos transportaban 2000 años
adelante no se apareció, como indefectiblemente tenía que ser para dar un algo
de credibilidad a la pirueta futurista, quien tenía que haberlo hecho, sino un
Sobera disfrazado de miembro del Consejo kriptoniano, con su cara sembrada de
pústulas repulsivas y ojeras de onanista empedernido, para decirnos, entre
otras lindezas, que el tiempo es solo una ilusión, un invento humano. Y eso, la
única persona en el mundo que puede decirlo con absoluto conocimiento de causa
no es otro que Jordi Hurtado. Y sin necesidad de pantallas virtuales ni de
maquillaje, no te digo más. A partir de ahí, lo previsto: el consabido obituario
con lucecitas de móviles incluidas, o sea, horterada 3.0 para ponerse a tono
con el futuro; una mortificante sesión de láser estilo discoteca guarripela, en
la que solo faltaba Kiko Rivera “Paquirrín” pinchando a Los Amaya; Sobera en su
papel de presentador dicharachero y chistoso de concursos televisivos, y una
mecánica cansina y repetitiva, pergeñaron un tostón insoportable y, para más
inri, grandilocuente, que solo me aliviaron José Mercé y Luz Casal con sus
actuaciones. Y la cervecita y los torreznos, claro.
Una de las razones dadas por el
presidente-consejero, y su secretaria general como consejero, para no suspender
este año el sarao endogámico de marras, es que el hacerlo iba a costar un
dinero ya comprometido que se perdería. No han dicho cuánto, ni para qué o para
quiénes. ¿Están aquí incluidos los gastos que suponen dietas, viaje y
alojamiento de los compadres y amigos de Cimarro a los que el tal invita con
las 1400 entradas que se reserva? Otrosí digo: Siendo estos premios propiedad
de su empresa, Pentación, con lo que si no se celebran en Mérida se los puede
llevar adonde le dé la real gana, (600.000 del ala de por medio, supongo) no
entiendo por qué la Junta tiene que afanarse en buscar financiación para
futuras ediciones de los susodichos. Que la busque él puesto que suyos son. Si
no, las posibles contrapartidas de cualquier tipo que esa posible subvención
privada es de esperar que pidan las empresas o fundaciones financiadoras, ¿las
tendría que asumir la Junta como intercesora? La Junta, si tiene que pedir, que
pida para ella, que es decir para nosotros, los extremeños, no para un señor
que hace negocios con su producto. Porque, por encima de cualquier otra
consideración, Extremadura no está para estas mandangas chufleteras y onerosas,
ni la Junta para ser correveidile de nadie. A ver si me quieres comprender.
3 comentarios:
Me parece impropio de un Extremeño escribir sobre EXTREMADURA con tinta de ENVIDIA, RENCOR, VENGANZA y todas las versiones posibles de PERSONA INGRATA. Que lástima de tiempo y dinero invertido en su formación, de todo menos ACADEMICA. Saludos desde EMERITA AUGUSTA, CIUDAD BIMILENARIA.
Félix Gutierrez Garcia.
A mí no me parece impropio sino absolutamente ajustado a lo que muchos muchísimos pensamos y lo que creemos que es una auténtica realidad
A mi me parece muy acertado, "dónde digo digo, digo diego", aburrió a los gatos y sus gastos deberían haberse destinado a otros fines de urgencia social..
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