Empujado por la muerte de
Santiago
Castelo, y mientras rumiaba penas y versos por su ausencia y por la cuota de
soledad que deja en mi corazón, recordé anécdotas vividas junto a él y eso me
hizo sonreír al tiempo que lloraba por su pérdida. En realidad, no hacía más
que asumir esa dualidad contradictoria e inexorable que la vida lleva aparejada,
risa y llanto, principio y fin, caras opuestas y complementarias de su propia
esencia. Quizás para luchar contra la crueldad que esto supone la naturaleza
nos dotó con la capacidad de recordar, de rememorar la vida que ya pasó y, sin
conseguir el imposible de hacer que la vivamos de nuevo, al menos, al evocarla,
dulcificamos nuestra impotencia ante su huida. Y así, de ensueño en ensueño, andamos
en la quimera de rellenar vacíos con pompas de jabón que explotan al menor roce
con la realidad. Pero, en fin esto es lo que hay y con ese peso hay que cargar.
No sé por qué, uno de los recuerdos
que me asaltó en medio del quebranto fue el del Congreso de Escritores Extremeños
que celebramos en Zafra, olvido en qué año pero, en cualquier caso, hace
demasiados. Y la verdad es que, misterios del hipocampo y la sinapsis, no entiendo
muy bien cómo puedo acordarme de él, no sólo por la secular flaqueza de mi memoria,
sino porque, a mayor abundamiento, transité por sus sesiones en un estado casi
continuado de entusiasmo etílico que, sin llegar al delirio, me proporcionaba
la suficiente euforia como para que su recuerdo, al día de hoy, anduviera
perdido entra las nieblas del olvido. La primera noche, en la cena, nos hicimos
fuertes en una mesa una caterva de aúpa:
Jesús Delgado Valhondo,
Santiago
Castelo,
Juan José Poblador,
Manuel Pecellín,
Alejandro Pachón,
Ángel Sánchez
Pascual,
Javier Leoni... Y adoptamos como canción de guerra bullanguera,
Mi ovejita lucera, que cantábamos a voz en grito y cuando mejor nos parecía.
Bastaba que uno diera la entradilla para que nos arrancáramos todos al
desgañite atronando el comedor. Había que ver las miradas censorias que nos
dirigían conspicuos escritores allí reunidos, deseosos de expulsarnos de aquel
cotarro por gamberros, maleducados y escandalosos. Y claro, puestos al
recochineo, mientras más miraban, más gorgoritos. Estuvimos amenizando comidas
y cenas los días que duró el congreso, creo que tres. De modo que los muermos, sin
querer oveja, a la postre se llevaron un rebaño. Después de la cena, pasábamos
al ambigú. Y hasta que el cuerpo aguantara o, mejor, hasta que nos cerraban el
chiringuito y cada mochuelo volaba a su nido.
La última noche el cuerpo nos pedía
más, así que nos apoltronamos en unos butacones que había delante del pasillo
que daba a las habitaciones, y recebamos la juerga desvalijando de manera
inmisericorde los pequeños frigoríficos que había en las nuestras. La
emprendimos con el repertorio de
Quintero, León y Quiroga. Castelo recitaba el
poema con maestría y sentimiento indemnes y, acto seguido, Leoni cantaba con su
tremenda voz de barítono la copla correspondiente. Hubo algunos momentos mágicos
y emocionantes en este improvisado recital que, a pesar de los años
transcurridos y de la ingesta in situ, vuelvo a sentir ahora con asombrosa
nitidez. A eso de las tres o las cuatro de la madrugada, en un pronto, echamos
de menos a Ángel Sánchez Pascual que, más prudente, se había retirado a tiempo.
Decidimos, sin dudarlo, que debía unirse al grupo. Me ofrecí voluntario para la
incursión e, ipso facto, me levanté como impulsado por un resorte. Fui hasta su
habitación y, aporreando la puerta con violencia, bramé: “¡Abra inmediatamente
a la Guardia Civil!” Al tercer intento, ya oí ‘raspajeo’ al otro lado y la voz
soñolienta de Ángel que decía: “¡Pero si es Jaime!”. Y, el pobre mío, abrió. Sin
darle tiempo a reaccionar, lo cogí del brazo y lo arrastré hasta donde
estábamos. Y allí se quedó, sonámbulo alucinado, descalzo, tambaleante, sumergido
más en el sueño que en la vigilia, con su pijama de corte clásico a rayas y haciendo
ímprobos esfuerzos por no perder el equilibrio. De vez en cuando, con un hilo
de voz tristísima, preguntaba: “¿Puedo irme ya?” Cuando, pasada una copla y ya
compasivos en nuestra cabronada, le dimos permiso para que se fuera, volvió por
donde había venido dándose coscorrones contra las paredes del pasillo y
farfullando sabe Dios qué. A la mañana siguiente, resacosos y satisfechos, nos
despedimos hasta la próxima. He de decir en honor a la verdad que fue un
congreso muy edificante y por demás instructivo.
Me ha gustado recordar esos días
allí y aquellos tiempos en los que estábamos todos todavía. No sirve más que
para vivir una ilusión baldía, porque, muy a mi pesar, la constancia de la
muerte pesa más que la levedad del ensueño. Pero qué sería de nuestras vidas,
de nuestros corazones, si perdiéramos esa capacidad milagrosa de hacer que
nuestros muertos puedan dormir su silencio junto a nuestra nostalgia. Desvalidos
y solos como están, no pueden defenderse de esta amarga ventaja que tenemos los
vivos.
2 comentarios:
Entrañable y nostalgico...Menos mal que nos quedas como testigo narrador de las historias magicas....
Muy bonito el comentario.Recuerdos inolvidables para usted,Sr.Buiza
Un saludo.
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