En los finales de mi segunda
infancia, digo, cuando tenía nueve o diez años y empezaba a tomar conciencia de
autonomía y de que la vida es una experiencia individual y solitaria, por muy
acompañado y rodeado de cariño que estés como yo lo estaba, o sea, cuando ya comenzaba
a entrar en una incipiente pubertad, esa etapa vital llamada, con todo rigor y
sabiduría populares, ‘edad del pavo’, que cuando la estamos pasando nos
emociona y nos envanece y, mientras lo hacemos, saca de sus casillas a padres y
maestros que tienen que soportárnosla, en el descampado de La Estellesa que, si
mi despiste no me juega una mala pasada, debía de estar donde ahora está el
grueso intermedio de las calles Boticario y Médico hasta la autovía, sábado sí
y otro sábado otra vez, quedábamos, amigos y contrarios, para dirimir nuestras diferencias. A
peñascazos era el diálogo. La convivencia en el colegio había dado lugar a
roces y pequeñas trifulcas que iban enquistándose según pasaban los días hasta
que uno de allí u otro de aquí llegaba al límite y soltaba la frase que
movilizaba a las tropas: “¡El sábado, guerrilla!”. No había que decir más
porque, a estas alturas de la historia, después de jornadas de escaramuzas, piques
y putaditas, el cuerpo de los dos ejércitos ya estaba conformado y de los
enfrentamientos esporádicos se pasaba a una confrontación bélica en toda regla.
La hora, el campo de batalla y las armas, no recuerdo por qué extraño sortilegio, iban implícitos en la declaración de guerra. El caso es que a las cuatro de la tarde del sábado siguiente, bien pertrechados de piedras de distintos tamaños, allí que confluíamos y nos liábamos a cantazo limpio unos contra otros. Sin estrategias ni maniobras envolventes que valgan: De frente y por derecho, y a quien Dios o el enemigo se la diera, San Pedro se la bendijera. El asunto acababa, bien con la rendición o huida de una de las dos escuadras o, en el peor de los casos, con el descalabro de alguno de los contendientes, hecho que suponía el cese inmediato de hostilidades. Porque la sangre siempre es la sangre y aquella, a pesar de todo lo que pueda parecer, era una guerra civilizada entre mozalbetes. Hasta el sábado que volviera a tocar apedrearse. En fin, un West Side Story a lo cutre, no necesariamente incruento pero, al menos, siempre más cómico que trágico. Y sin más banda sonora que los gallitos y jadeos de los contendientes.
La hora, el campo de batalla y las armas, no recuerdo por qué extraño sortilegio, iban implícitos en la declaración de guerra. El caso es que a las cuatro de la tarde del sábado siguiente, bien pertrechados de piedras de distintos tamaños, allí que confluíamos y nos liábamos a cantazo limpio unos contra otros. Sin estrategias ni maniobras envolventes que valgan: De frente y por derecho, y a quien Dios o el enemigo se la diera, San Pedro se la bendijera. El asunto acababa, bien con la rendición o huida de una de las dos escuadras o, en el peor de los casos, con el descalabro de alguno de los contendientes, hecho que suponía el cese inmediato de hostilidades. Porque la sangre siempre es la sangre y aquella, a pesar de todo lo que pueda parecer, era una guerra civilizada entre mozalbetes. Hasta el sábado que volviera a tocar apedrearse. En fin, un West Side Story a lo cutre, no necesariamente incruento pero, al menos, siempre más cómico que trágico. Y sin más banda sonora que los gallitos y jadeos de los contendientes.
Algo parecido, pero mucho más
descorazonador y sucio, es lo que está ocurriendo entre los padres putativos de
esta pobre España, que andan como posesos rabiosos dándose peñascazos en forma
de tuits, en un ejemplo de medianía y de infantilismo insulso verdaderamente
patético. En eso están ahora enfrascados, luciendo un pelo de la dehesa tan
enraizado que no les sale ni a golpe de hoz. El grito virtual de “¡el sábado,
guerrilla!” se dio con la difusión en redes sociales y medios de comunicación de
unos comentarios que el año 2011 colgó en su cuenta el concejal Zapata de Ahora
Madrid. Amparándose en la libertad de utilizar hasta el extremo lo que este
mamarracho chistoso eufemísticamente hablando llama humor negro, vomitó en su
perfil unas gracietas, torpes y zopencas, poniendo en solfa a las víctimas del
holocausto nazi y del terrorismo etarra, que dejan al descubierto la miseria
humana y la obscenidad moral que lo adornan. A partir de ahí, han salido de hasta debajo de las piedras defensores y detractores del individuo que, haciendo bueno el dicho de que “de puta a puta, San Pedro es calvo”, por todo argumento esgrimen, a su vez, juicios o declaraciones de sus contrarios de similar torpeza y ruindad que las del edil Zapata. Lo cual, mierda contra mierda, escupitajo contra escupitajo, y a revolcarse todos en ese caldo escatológico y cochambroso en el que parecen estar a sus anchas chapoteando. El espectáculo es tan edificante y formativo, que entran ganas de echar a correr y no parar hasta llegar a Lisboa. Como poco.
humana y la obscenidad moral que lo adornan. A partir de ahí, han salido de hasta debajo de las piedras defensores y detractores del individuo que, haciendo bueno el dicho de que “de puta a puta, San Pedro es calvo”, por todo argumento esgrimen, a su vez, juicios o declaraciones de sus contrarios de similar torpeza y ruindad que las del edil Zapata. Lo cual, mierda contra mierda, escupitajo contra escupitajo, y a revolcarse todos en ese caldo escatológico y cochambroso en el que parecen estar a sus anchas chapoteando. El espectáculo es tan edificante y formativo, que entran ganas de echar a correr y no parar hasta llegar a Lisboa. Como poco.
Los que estamos de la parte de acá,
sin apostar de entrada ni por tirios ni por troyanos; los que no creemos que la
altura o bajeza morales tengan que ver con esta o aquella ideología, sino con
la escala de valores que cada persona aplique a sus actos; los que gozamos de
la ventaja que nos proporciona la distancia crítica de todo este maremágnum
sandio; los que, escépticos e iconoclastas, pasamos de iluminados, mercaderes
de humo y redentores de pacotilla; los que abominamos del dogma, del sectarismo
partidista, de las orejeras y de los lavados de cerebro y, por todo ello, somos
tan solo espectadores atónitos, obligados a contemplar las idioteces en las que
unos y otros pierden su tiempo y malgastan el nuestro, debemos de andar con ojo
de chícharo y ponernos a buen recaudo ante este fuego graneado. Porque, al fin
y a la postre, los descalabrados en esta guerra ridícula y vergonzante de
políticos lenguaraces podemos ser nosotros que, simplemente, pasábamos por
allí. Y, para más inri, seguro que los beligerantes se pondrán de acuerdo,
aunque solo sea en eso, para señalarnos como culpables de nuestro infortunio.
Con lo que, para más recochineo, en el pecado llevaremos la penitencia. Y nos
estará bien empleado, por pánfilos.
1 comentario:
Muy bueno,sí señor.
Saludos,Don.Jaime
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