En el campamento de Viator, primer batallón, segunda compañía, donde me
tocó iniciar el Servicio Militar allá por el año 1977, coincidí con un chaval
vasco de voz ronca, alto, enjuto, buena persona, reservado y triste. No sé si
la acarreaba ya desde la vida civil o la adquirió allí como rápida forma de
evasión, pero el caso es que tenía la costumbre de empezar el día trasegándose
un litro de cerveza con coñac. Mientras los demás andábamos ocupados en
deslegañarnos, él, recostado en el quicio de la puerta de los aseos como la
manceba de la copla, abría la litrona que descubrí que escondía en las
cisternillas de los váteres, le daba un largo chupetón de cuarto de litro, sacaba
de la faltriquera una petaca plateada, y con pericia de alquimista llenaba el
hueco de la botella hasta el gollete con brandy para, de inmediato, en apenas
un suspiro, vaciarla casi sin respirar. “Si así empieza la alborada, cómo
acabará la noche”, que decía aquél. La verdad es que no lo vi acorde en los
tres meses que duró aquella encerrona. Andaba de la gimnasia a la instrucción y
de la diana a la retreta obnubilado, jamás tambaleante, en un estado de delirio constante que, sin
embargo, no le impedía cumplir con las monsergas de un entrenamiento que
tampoco era el de los boinas verdes aunque, claro, en algún momento, y a pesar
de la poca exigencia militar que se nos demandaba, esa situación de alelamiento
perenne podía producir consecuencias indeseables para él o sus circundantes. Recuerdo
una de ellas que sucedió cuando nos entrenaban para lanzar granadas o bombas de
mano o como quiera que se llame el invento.
Antes de poner en manos tan
inexpertas y dispares un artefacto letal de esa categoría, nos instruyeron
sobre la forma correcta de arrojarlas para causar, como es natural, el mayor
daño posible al enemigo quimérico que teníamos enfrente. Ensayábamos pues con
una barra de metal hueca, de unos veinte centímetros de longitud, que había
sido rellenada con un aglomerado de cemento o algo así. No llevaba ningún
mecanismo explosivo pero, como pudimos comprobar, no le hacía falta para ser
potencialmente mortífera. El encargado de dirigir el adiestramiento era un
alférez de complemento bonachón, regordete, metro sesenta, ojos saltones, de
cráneo redondeado y alopécico que, a pesar de tener las mismas ansias
castrenses que un jilguero, se esforzaba en que siguiéramos las indicaciones
del manual sobre la forma idónea de realizar el ejercicio bélico. La cosa venía
a tener una estética mezcla de ballet Zoom y lanzamiento de jabalina, que a mí
me recordaba a los maravillosos dibujos de Boixcar en aquellos memorables
tebeos de Hazañas Bélicas de la infancia: Los diestros, como yo, debíamos
situarnos de perfil para ofrecer menos blanco (“de canto, de canto, ‘pa’ que no
hagas blanco”, que le decía
Cantinflas al malvado
Frank), mostrando nuestro costado
izquierdo al enemigo, con la pierna de ese lado flexionada en su dirección y ese
brazo extendido hacia él; al tiempo, la derecha debía permanecer recta,
formando un ángulo de 45 grados con el terreno y con el brazo de ese lado
también extendido y portando el artilugio, para iniciar un pequeño balanceo que
diera impulso al lanzamiento del mismo que, de esa forma, alcanzaría una
trayectoria parabólica hasta caer en la trinchera rival atiborrada de soldados
hostiles que irían a parar directamente al mismísimo infierno. Mientras tanto
el alférez, a nuestra espalda, iba corrigiendo posturas que rompieran la
estética medida del asunto. La repanocha, vamos.
Todo transcurría sin incidentes mayores hasta que le tocó el turno a
nuestro guripa que, a esa hora, ya pasado el mediodía, había recebado
convenientemente su dosis inicial de lenitivo. Y, en catastrófica conjunción,
los designios de un hado siempre caprichoso e imprevisible quisieron que el
susodicho fuera zurdo. Como es fácil de entender, todo lo anterior referente a
la parafernalia postural debe invertirse, la derecha se torna en izquierda y el
reverso en anverso, de modo que nuestro alférez, un metro sesenta, se encontró,
de buenas a primeras, frente a un metro ochenta de recluta alucinado que ya portaba
en su mano izquierda el zurullo metálico. No tuvo tiempo o no creyó necesario
rectificar su posición y situarse a la espalda del lanzador. Y esa fue su
perdición. Porque el muchacho, que a pesar de algún titubeo había realizado satisfactoriamente
los balanceos previos, a la hora de arrojar la carga no lo hizo sino que, antes
al contrario, la mantuvo asida fuertemente a modo de cachiporra al tiempo que,
de manera inconcebible, cambió la trayectoria de su brazo que en vez de ascender
trazó, girando sobre sí mismo a una velocidad inusitada, una línea curva paralela al suelo de manera
que barría todo lo que se encontrara a su izquierda y a determinada altura. Dada
la diferencia de estatura entre él y el oficial al mando, el resultado del
suceso no pudo ser más aciago para éste porque, sin posibilidad de esquivarlo y
ayudada la acometida por la fuerza de la inercia, recibió el infeliz en su
cabeza impacto tan contundente y violento que mandó su gorra a por uvas y a él
le hizo desplomarse como un rano de forma instantánea, descalabrado, inconsciente
y sangrando abundantemente por una brecha que le recorría el occipucio. El
cachiporrazo dejó a la altura del betún el propinado por el intrépido Pedrín al
chino marrullero, con eso está todo dicho sobre su ejecutoria, mientras el autor
de la masacre seguía en su pasmo inducido, inexpresivo, con la mandíbula laxa y
unos ojos desorbitados que miraban ora a la barra, ora al alférez, intentando
comprender qué es lo que había pasado y si acaso hubiera podido ser él el
causante del daño. La víctima fue evacuada, recuperado ya el oremus entre ayes
lastimeros, en una especie de ambulancia digna de un museo etnográfico y no
volvimos a verle hasta el día de la Jura, no sé si por razones de convalecencia
o por instinto de conservación. Contra el causante del daño no se tomó ningún
tipo de providencia disciplinaria. Únicamente, cuando llegó el día de realizar
el malhadado ejercicio con explosivo real, el interfecto fue eximido de
hacerlo. No tengo dudas de que esa prudente medida ha sido condición sine qua
non para que, entre otras muchas cosas, yo haya podido escribir este artículo.
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