Pasan los días y no se ha vuelto a hablar del asunto. Tu estómago va admitiendo ya alimentos sólidos y el sol va iluminando tímidamente tu vida. El hormigueo de la nuca y el temblor del párpado derecho han desaparecido casi por completo. Pero el complot soterrado, el engranaje infernal ha seguido funcionando y una mañana el móvil te devuelve a la angustia: “Que esta tarde a las cuatro vienen el albañil y el fontanero. Me los ha recomendado fulanita. Le hicieron lo mismo que queremos hacer nosotros a una prima del cuñado de su vecina y son buenos”. Y a partir de ahí, los acontecimientos se precipitan de forma irremediable.
Una hora más tarde de la señalada, margen pequeño para tu agonía, suena el timbre. “Ya voy yo”, dices, en un último esfuerzo heroico para enfrentarte a tu destino. Y allí están los dos, fontanero y albañil, verdugos de tu paz y de tu sosiego. Se presentan y tú, con el nerviosismo del condenado, no sabes bien quién es quien. Al momento, tu patronal toma el mando y los dirige hacia el cuarto de baño. Tú vas detrás, como sonámbulo, el belfo cada vez más taciturno, siguiendo a esa santa compaña, figurante a la fuerza de un drama con final abierto. Allí parlotean de platos, azulejos, mamparas, suelos, tuberías, medidas, espacios, llaves de paso y…. acometida. Maldita palabra que se clava como un estilete en tu hígado cuando el albañil, o el fontanero, (¿quién coño será cada cual?) se vuelve y te pregunta: “¿Dónde está la acometida?” “Pues no lo sé”, tartamudeas. Ellos se miran entre sí y, transmutándose en médicos mensajeros de lo irremediable, te dicen sin escrúpulos: “Pues si no lo sabe, habrá que romper”. Con tus fuerzas al límite, farfullas una excusa ininteligible y sales de estampida a buscar aire y a llorar hacia dentro. Acaricias al perro y dejas que te lama las mejillas, buscando un apoyo racional dentro de la irracionalidad. Cuando vuelves al escenario, el telón está ya a punto de bajarse. Estipulados plazos (que no se cumplirán) y presupuestos (que tampoco) sólo te queda entregarte, agachar la cabeza y esperar. Sobrevivir en las terribles estepas de este Serengeti de martillazos, polvo e incomodidades. Y tirarte, como gato a bofe, al único consuelo que, como un relámpago, iluminó de pronto tu atribulada mente, a saber: ¿Y si en vez de éstos hubieran venido los artistas de la ceja? ¿Qué hubiera sido de ti si se presentan en tu puerta, martillo y soldador en mano, el Güilli Toledo y
Y rezando para que la puñetera acometida dé la cara cuanto antes.
5 comentarios:
jajajajajajajajaaja.Jaime ,me meooooo.Eres genial.Tienes una capacidad de expresar el "subsconsciente colectivo"...que me pasma.Has clavado lo que a todos nos ha pasado,pasa o pasará sobre este tema doméstico.Claro que tú lo has transformado en obra de arte.
Un abrazo y gracias por regalarnos estos momentos.
Me he reído mucho.Está muy bien escrito y el final me ha encantado.
No creo que los Anónimos de los ronchones,se molesten por este artículo.O sí.
Un abrazo.
Estupéndo comentario.Me he reído y además has calcado la situación.
Un saludo
No se puede describir mejor ni con más gracia,la situación que cuentas en tu artículo.
Eres un gran narrador y un gran poeta.
Saludos
Eres un bicho escribiendo. Gracias por hacerme sonreir y reir. Tengo que pedirte los datos de los albañiles. A mi ahora me toca con la pintura y con un aparato de aire acondicionado, un bicho que llaman split. Te tendré al tanto de la evolución del problema. Y gracias por este pedazo de artículo costumbrista-consumista.
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