Hace
unos días, un activo y liberado sindicalista me preguntó si iba a ir a la
manifestación del pasado jueves 3 de abril. Lo hizo en un tono más inquisitorio
que interrogante, con la prepotencia de autoridad moral de la que algunos se
creen investidos, oropel por el que, además, cobran un sueldo que les pagamos
los que cada día salimos a trabajar mientras ellos, posiblemente, duermen.
Estuve prudente (lo siento) y no lo mandé al carajo, que es lo que se merecía
más que por la pegunta por las formas de perdonavidas con que la hizo. Sólo le
contesté que yo me manifiesto mucho más que él, porque lo hago cada sábado en
estas páginas expresando libremente mi opinión: “¿Qué sentido tiene entonces
que yo salga a la calle para apoyar la tuya, sin duda más interesada y fingida
que la mía?”, acabé. Y se acabó. La conversación, digo, porque el mozuelo salió
escopeteado, calamocheando, mientras esbozaba una media sonrisa despectiva e
insuficiente para disimular su cabreo. Cantinflas echó mano en muchas de sus
películas del refranero mexicano, verdadero vademecum de sabiduría y retranca,
para poner en su sitio a petimetres de todo tipo: “Mírenlo, ya porque nació en
pesebre, presume de Niño Dios”, le soltó a un prepotente chulito pagado de sí
mismo. Y lo clavó. Al espécimen que nos ocupa, este refrán también le viene de
perilla.
La
anécdota no es baladí porque, con matices, la he sufrido o, más bien, gozado en
bastantes ocasiones, y he asistido a otras muchas en las que me tocó
interpretar el papel de testigo. Y siempre de por medio políticos o
sindicalistas que, con un sentido alienado de pertenencia al clan, no entienden
la relación con los demás si no es abriendo trincheras de por medio o, lo que
es peor, levantando murallas que separen a los “nuestros” de los “otros”. Y es
que hay gente muy dada a, según soplen los vientos, considerarte de los suyos o
de los contrarios como si no hubiera más posibilidades que esas, como si no
existiera la opción de no ser ni de unos ni de otros. En su mentalidad obtusa y
dogmática no cabe la independencia de criterio. Es más, no cabe ni la
posibilidad de criterio. Y con una frivolidad irritante te etiquetan de acuerdo
a que tus manifestaciones, a la luz de su corto y esclerótico entender, sean
favorables o no al grupo al que pertenecen. En fin, yo entiendo que esa
seguridad que nos proporciona el estar incorporados a un grupo es atávica, casi
irracional, y prácticamente inevitable por lo que a la familia se refiere, más
que nada porque en este caso no hay posibilidad de elección. Uno no puede dejar
de ser miembro de una familia según sus apetencias, por más que pueda renegar
de ella. Lo que no entiendo es que la integración en un grupo de pertenencia
elegido libremente, como puede ser una partido político o un sindicato, lleve
tanta veces aparejado el hecho de considerar despreciables, no sólo a los que
pertenezcan a otro de ideología contraria sino, incluso, a los que no
pertenecen a ninguno.
Durante
los años del régimen ibarrista y en lo que al mundo de la cultura se refiere,
el ninguneo a los que osaban ejercer algún tipo de crítica a las actuaciones
políticas emanadas del politburó o, simplemente, no se prestaban a la lisonja o
el apoyo incondicional, se ejercía de manera sañuda e implacable. O eras de su
cuadra o no existías. La actuación más sangrante que conocí y seguí de cerca
fue la llevada a cabo contra Manuel Pecellín que, por descolgarse de un
manifiesto de apoyo a Ibarra en el que fue incluido en contra de su voluntad
repetidas veces expresada, fue fulminado de manera inmisericorde del Servicio
de Publicaciones de la Diputación y de la Revista de Estudios Extremeños por
los esbirros del conducator. Y en el colmo de la aberración, un tomo de su
Bibliografía Extremeña a punto de ser publicado en la Editora Regional, fue
también arrojado a las tinieblas exteriores. No sólo el autor, también su obra
era víctima de la furia sectaria de estos demócratas de pacotilla. Años
ciertamente oscuros en lo que sólo faltaba que, de madrugada, sonara el timbre
de tu puerta y no fuera el lechero.
Haciendo
honor a la verdad y para compensar la balanza me siento obligado a decir que,
desde que comencé a colaborar con la concejalía de cultura del Ayuntamiento de
Badajoz, primero con Celdrán y Consuelo Píriz, ahora con Fragoso y Paloma
Morcillo, no ha habido la más mínima ingerencia en mi labor, ni insinuaciones,
ni reproches (mucho menos represalias) por las críticas u opiniones que hubiera
podido emitir y sintieran contrarias a las políticas de su partido. Y lo afirmo
sin ningún tipo de empacho. Lo que no me atrevo a afirmar es que esta manera de
proceder no sea “rara avis” dentro de su estructura regional, porque me viene
ahora a la memoria la querella que el Sr. Manzano, presidente de la Asamblea y,
por tal, primo de su chófer, interpuso contra la autora de unas letrillas
irónicas sobre esa doble relación laboral-consanguínea. Habría que saber,
siguiendo con los refranes, si éste es el garbanzo negro presente en todo
puchero o, por desgracia, aquéllos las golondrinas que no hacen verano.
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