Tendría que empezar diciendo, y así
lo hago, que Alberto Ruiz Gallardón es el ministro de este gobierno detestable
al que más detesto. Me parece un ser presuntuoso, prepotente, antipático, ególatra,
reaccionario y, barrunto, embotado de los complejos del que cree estar llamado
a las más altas realizaciones históricas y se ha quedado, de forma injusta, en
un segundo plano cicatero y desmerecido. Seguro de estar investido de las
convicciones y la capacidad necesarias para ser el portador de los valores que
vuelvan a hacer de España una unidad de destino en lo universal, hasta ahora debió
conformarse, por la visión cegata de los dirigentes de su partido, con puestos que
él valora de rango menor, en los que le ha resultado imposible desarrollar todo
el potencial visionario que lleva dentro. (Al menos, de entrada, pasará a los
anales de la Comunidad de Madrid por haberla dejado arruinada para dos generaciones).
Cuando Rajoy lo catapultó a ministro, se supo con la oportunidad de dejar su
impronta en la historia de la política española, y decidió aprovechar la
ocasión. Y a fe mía que en estos dos años lo menos que ha conseguido es pasar
inadvertido: con el rejonazo de las tasas judiciales y las reformas del Código
Penal y del Poder Judicial ha logrado que, casi de forma unánime, el sector judicial
se ponga en su contra con huelgas de jueces y fiscales, discrepancias con el
fiscal general, críticas del Consejo General del Poder Judicial y
enfrentamientos con magistrados del Tribunal Supremo y con miembros del Consejo
Fiscal. Sin contar las protestas de abogados y ciudadanos porque, con el
tasazo, a unos los arruina un poco más, y
a los otros o los arruina o les impide el acceso a una justicia gratuita.
Para culminar sus dos primeros años
de virreinato, presenta su reforma de la ley del aborto bajo un título
historiado y propio de su pedantería, como “Ley Orgánica de protección de la
vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada”. Sobre, lo que a
nivel personal, le ha supuesto la misma a este personaje megalómano, no me
resisto a transcribirles la respuesta que da sobre el particular en una
entrevista aparecida en ABC a finales del año pasado. Dice el ministro: “Después
de ocho años gobernando la Comunidad y nueve el Ayuntamiento, le puedo decir
que no he hecho nada nunca más importante en política que la presentación de
este proyecto. Tengo muy serias dudas de que vaya a tener la oportunidad de
poner en marcha una transformación tan extraordinaria como esta: ni túneles, ni
Metro ni el resto de las reformas legislativas, que serán transcendentes, pero
nada tiene la importancia de este proyecto. Nunca imaginé que yo iba a tener la
ocasión de culminar un trabajo que había iniciado hace muchos años gente del
partido, entre ellos mi padre. Cuando el presidente del Gobierno me regaló su
confianza nombrándome ministro de Justicia y vimos que la reforma de la ley del
aborto tenía que ser elaborada por este Ministerio, supe que tenía una tarea
imposible de ser superada por ninguna otra... Mi ley es la más progresista del
Gobierno”. El párrafo es de una elocuencia contundente. ¿Para qué, entonces,
consenso ni discusión si la verdad es suya? ¿A qué consultar opiniones si la
discrepancia sólo es fruto de la ignorancia de los discrepantes? Él mismo lo
remacha en la entrevista cuando dice que “no se va a renunciar a ninguna de las
conquistas en defensa de los derechos que esta ley recoge”. Un notorio ejemplo
de democracia orgánica.
No me estoy refiriendo a esta nueva
ley, de la que hablaré al tiempo que diré lo que pienso sobre el aborto, sino a
la actitud despótica de este personaje que, ayer apenas, era venerado, para mi
asombro, como la esperanza progresista de su partido por socialistas,
cebrianes, prisáicos y adláteres. El propio Ibarra, en sede parlamentaria,
llegó a decir: “Yo el PP que quiero es el de un centro derecha como el que
representa Gallardón”. ¡Menudo papelón el del prócer y sus correligionarios! Si
era torpeza, malo. Si era producto de una turbia maniobra política en un
intento de buscar una alternativa al liderazgo de Aznar, peor, porque demuestran
su absoluta falta de escrúpulos y de honradez política. El embeleso de Juan
Luis Cebrián y de El País a sus órdenes lo entiendo un poco más. Seguro que
al académico de carambola y mediocre novelista aún le quedaban costras (y por
su actitud dictatorial y egoísta en la crisis a la que ha llevado a su empresa,
pienso que aún le quedan) de su paso por los Servicios Informativos de RTVE, de
los que fue jefe en esos tiempos oscuros, que quizás añore, en los que Franco y
Arias Navarro tiranizaban a España. En cualquier caso, el que antes era elogiado
por los santones del progresismo patrio como la gran esperanza de una derecha
abierta y dialogante, otorgándole el título de “verso suelto”, es ahora anatematizado,
por los mismos que lo promocionaron a pedestal tan ilusorio, por haberse
convertido, a sus ojos, en la más viva
imagen de todas las esencias que adornan a la derechona más cerril y
reaccionaria. La solidez de criterio de todos ellos está , pues, a la altura de su perspicacia.
Porque la verdad es que este
señorito chupacirios, presa de una ambición política enfermiza, siempre ha
estado en el mismo sitio, monolítico e intransigente. Educado y de modales
exquisitos, sí, pero implacable en su afán manipulador. Y mucho más listo que
todos los panolis que lo encumbraron y ahora, sabiéndose burlados, andan por
ahí escupiendo rabiosos lamentos de cornudo. Para mí, antes y ahora, de “verso
suelto”, nada de nada. Si acaso y siempre, apenas un ripio execrable perdido
entre los versos de un mal poema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario