El pasado lunes vi la entrevista
que le hicieron en A3 a Mariano Rajoy.
Motu proprio, no piensen ustedes, que
uno a veces es así de irresponsable. Pero es que llevaba tanto tiempo viéndolo
monologar, a veces a través de un doble plasma, el suyo y el mío, que tenía
interés en comprobar si no había perdido la capacidad de diálogo. Si es que
alguna vez la tuvo. Estuve atento a todo lo que dijo tratando de captar la
elocuencia de sus silencios, de desentrañar sus posibles hipérboles e, incluso,
de intuir el destino final de sus perífrasis. Aquello acabó y tardé unos
minutos en recuperarme del pasmo. Me quedé patidifuso, casi ausente, en un
estado cercano a la catalepsia e invadido por la lacerante sensación de tener
extraviado el entendimiento. Me sobrevino la aprensión de haber sido abducido
en algún momento de la emisión o, quizás, sufrido un ataque de modorra
patológica que me impidiera comprender su mensaje. Porque no cabía en mi
desconcertada cabeza que, tras más de un año desde la primera y última vez que
lo vi en igual tesitura, con la que nos ha caído desde entonces y nos sigue
cayendo, el presidente del Gobierno de España hubiera andado tan errático y simplón,
saltando de una respuesta evasiva a otra
previsible y de la vacuidad al tópico de manera tan burda. Mi santa, que andaba
en sus lecturas, me sacó de mi ensimismamiento con la pregunta clave: “¿Qué ha
dicho?”. “Pues no lo sé. Mayormente que no adelantemos acontecimientos. Y que
tiene un plan”, balbuceé. Y me volví al pasmo mientras ella, consciente de la
confusión de mi estado, acarició mi espalda en un gesto caritativo que recibí con
infinito agradecimiento.
A la mañana siguiente, y decidido
como estaba a que mi artículo semanal (¡qué lucha, Masito!) estuviera dedicado a la puñetera entrevista, la busqué en
Internet y, a pesar del menoscabo que pudiera suponer para mi equilibrio
síquico y emocional, la he oído varias veces. La sensación de vacío apenas se
ha ocupado, pero las escuchas repetidas me han servido, al menos, para
esquematizar opiniones. Y para instalarme en mi decepción primigenia, en
absoluto producto del derrumbe de ninguna expectativa halagüeña que albergara
sobre el personaje, sino en la confirmación de que debo abandonar toda
esperanza en la posibilidad de empatizar con políticos como él, que hablan sin
decir casi nada y la mayoría de lo poco que dicen es una sarta de medias
verdades, cuando no de mentiras palmarias, en la creencia de la ingenuidad o la
estupidez supina de sus oyentes.
Porque echar la culpa a la crisis,
como él hizo, de “haberse visto en la obligación de tomar decisiones
complicadas y dolorosas” contra los ciudadanos, es falso de toda falsedad.
Pretender hacernos creer que las medidas ejecutadas eran las únicas posibles
para intentar salir del pozo, es añadir escarnio al atraco. Había otras antes
de pasar por el aumento del IRPF y del IVA, la congelación de salarios y
supresión de la paga extra a los empleados públicos, el asalto a los jubilados,
la liquidación de las ayudas a los dependientes, el desmantelamiento de la
sanidad y la enseñanza públicas, el copago farmacéutico y el rescate ominoso de
entidades financieras quebradas por la incapacidad y la mangancia de sus
dirigentes. Hacer esto mientras, como indica el último y demoledor informe de
Oxfam-Intermón, se permite que las
rentas del capital y los beneficios de actividades empresariales y profesionales
solo aporten el 8 % y el 7 % respectivamente a la recaudación del IRPF, frente
al 85 % de los rendimientos del trabajo; se mantiene la canallada de las SICAV,
cooperativas de inversión en manos de las grandes fortunas españolas, que solo
pagan el 1 % sobre sus beneficios anuales; se admite que los residentes en
paraísos fiscales puedan comprar deuda pública sin retención fiscal; se toleran
las sociedades de capital variable y de tenencia de valores extranjeros como
instrumentos de elusión de impuestos; se acepta que el tipo efectivo sobre
beneficios contables de los grupos de sociedades sea del 3,5 %; se transige con
que los capitales extranjeros en España no paguen aquí impuestos por los
beneficios de sus empresas participadas en el extranjero, y se impide la dación
en pago a aquellos desamparados que no pueden pagar su hipoteca, hacer todo
esto, digo, es “Gobernar para las élites”, que es como se titula el informe
citado. A mayor abundamiento cuando todos los privilegios de los que goza la
casta política dirigente de este país, siguen prácticamente intactos en cuanto
a tributación reducida, pensiones vitalicias, dietas, complementos, prebendas y
mamandurrias varias se refiere. El propio Rajoy, tan comprensivo él con
nuestras desgracias mientras vive en el Palacio de la Moncloa, cobra cada mes casi
900 euros en concepto de dieta de alojamiento.
En la malhadada entrevista pasó de
puntillas por la corrupción, evidenció su falta de
derogación de la doctrina Parot, elucubró con freno y marcha atrás sobre la disminución del paro, y trató de esconder su falta de respuestas y su inseguridad repitiendo hasta la saciedad su coletilla estrella: “No conviene adelantar acontecimientos”. Solo se mostró categórico cuando afirmó estar convencido de la inocencia de la infanta Cristina. La misma rotundidad y clarividencia que exhibió en su momento con Luis Bárcenas, y ya ven en qué jaula duerme ahora el pájaro. O sea que yo, de ser la infanta, ya estaría preparando el pijama.