En una de sus películas más memorables, Su excelencia el embajador, el genial Cantinflas interpreta al canciller Lopitos, funcionario de la escala más básica en la embajada de la república de Los Cocos en Pepeslavia. Ante la negativa de su embajador, supersticioso inflexible tipo Antonio Gala, a sentarse a una mesa de trece comensales, acaba siendo invitado, a pesar de las reticencias del consejero diplomático, un caballerete antipático y cursi, a una cena de gala que aquél ofrece a importantes autoridades del país anfitrión. Durante el transcurso de la misma se suceden en Los Cocos hasta tres golpes de estado, que acarrean otros tantos ceses fulminantes y nombramientos de nuevo embajador entre los comensales, en una escena delirante de discursos, cuadros descolgados, telegramas y efímeras revanchas. El último en triunfar en esta rápida sucesión de asonadas, gracias al apoyo recibido del Cuerpo de Veladores y del Sindicato de Barrenderos, que logra mantenerse en el poder, al menos durante el tiempo que dura la cinta, es el doctor Belendre, a la sazón padrino de nuestro protagonista, al que de inmediato nombra, como era de esperar, embajador extraordinario y plenipotenciario de la república de Los Cocos en Pepeslavia. Más o menos lo que, en cuestión de designaciones y sinecuras, se viene haciendo en España desde tiempos de Felipe González, cambiando favores, relaciones, servicios prestados y silencios por destinos golosos.
Antes de esta escena desopilante, y es a lo que voy, hay otra ciertamente chusca y ridícula en la que se ve a los capitostes de la sede diplomática y del gobierno pepeslavo,
en una sala contigua al comedor, departiendo cordialmente al tiempo que alardean y ofrecen condecoraciones y medallas que son pura filfa, mientras, mal que bien, tratan de guardar las formas que la grandeza de sus cargos merece. Todo hasta que el mayordomo abre las puertas del comedor y anuncia que la cena está servida. ¡Ay, amigo!, ahí se acabó la dignidad del cargo y el rigor del protocolo y vino la desbandada histérica, los atropellos de unos a otros y el abrirse paso a codazos camino del condumio.
Esta secuencia esperpéntica, aunque encaja perfectamente en el desmesurado tono general de la película, siempre me había parecido exagerada por caricaturesca. Hasta que pude verla el pasado jueves día 31, corregida y aumentada, en la descontrolada estampida que sus señorías protagonizaron en el Congreso de los Diputados, tan ansiosos por irse de puente que ni esperaron siquiera a que el presidente diera cuenta del resultado de la votación. Si aquélla me produjo hilaridad, ésta me revolvió las tripas de tristeza y de una indignación no exenta de desprecio. Y una inmensa vergüenza ajena por la imagen frívola de estos padres de la patria enrolados en una avalancha compulsiva y patética al más puro estilo de los ñus del Masai Mara.
¿Qué pensaríamos si esta actitud convulsa la hubieran adoptado médicos y enfermeras de un hospital, o funcionarios de cualquier organismo público, o empleados no docentes saliendo de la Universidad? ¿Cuántas interpelaciones parlamentarias hubieran sido presentadas por estos velocistas improvisados pidiendo cuentas a los responsables de esos organismos? ¿Cuántas dimisiones solicitadas? Las excusas dadas por alguno de estos sprinters para justificar su escapismo son de una puerilidad y un desahogo asombrosos, y nos demuestran que tienen el sentido de la autocrítica perdido por algún oscuro recoveco de sus tafanarios, cuando no, o además, más cara que Falete con paperas. Las ganas irrefrenables de dormir en sus casas o el deseo de estar con sus hijos y su familia que esgrimieron, son argumentos de mal chiste si tenemos en cuenta que estos servidores públicos, sacrificados ellos con un sueldo medio al mes de casi 6.500 euros netos, sólo tienen que ir a su puesto de trabajo, si van, de martes a jueves. Si a esto añadimos dos meses de vacaciones en verano, mes y medio en Navidad (desde mediados de diciembre a fin de enero), la Semana Santa y, este 2013, 11 días por San Isidro y 12 más por el 1º de mayo, cuando acabe el año habrán tenido que ir, si han ido, 78 días al Congreso. Los senadores se sacrifican aún más yendo, si van, 49 días. Y muchos de estos camastrones lo más que hacen por su país es, cuando hay votación, actuar como majorettes aborregadas, limitándose a levantar el dedito cuando lo indica quien dirige este desfile modorro.
Lo malo, es que esta actuación impresentable viene a encarnar el paradigma de lo que es, en general, nuestra clase política. Y aunque bien es verdad que, día a día, estos paniaguados nos vienen dando muestras de su incultura y de su torpeza, de su alejamiento progresivo del ciudadano, del desdén arrogante con que tratan a sus votantes, de su convencimiento de pertenecer a una casta superior en comunicación directa con la Historia y de que el pelo de la dehesa que acumulan no se les quita ni con podaderas, este último disparate migratorio ha sido la referencia más llamativa, la más trompetera que nos ha brindado su espesa carrera de despropósitos. Y lo peor, es que se fueron a sus casas, con billetes de tren o avión de bóbilis, pensando que habían actuado dentro de la más absoluta normalidad porque “todos tenemos derecho a descansar”. Aunque algunos se cansen sólo con sestear y levantar el dedito.
1 comentario:
Como siempre Jaime excelente artículo que muestra lo que tenemos y no parece haber esperanza que los pueda cambiar.
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