IX.
Por momentos la noche se transforma
en una larga tarde prolongada
que, acaso, no quisiera
empezar a ser noche, y se resiste
a dejarse invadir por el silencio.
Y el cielo, para ella, es el refugio
de un sinfín de preguntas que titilan
indescifrables, torpes,
resignadas a no tener jamás
respuesta alguna.
Flores de luz marchita
descolocadas, híbridas,
que ignoran lo que son
mientras intuyen
lo que no serán nunca.
Por momentos la tarde se transforma
en aquello que nunca supo ser.
Y anda perdida en pálpitos ausentes
que la descorazonan,
hundiéndose en silencios
que nunca fueron suyos.
Es entonces cuando se acerca, asustadiza,
y me mira a los ojos y me implora,
llorosa, compungida,
que la ayude a que vuelva a ser lo que fue siempre.
Me pregunta, angustiada, por qué el silencio es pérdida,
por qué la luz es otra,
por qué la oscuridad es tan oscura,
por qué el tiempo es cruel.
Y yo soy incapaz de responderle.
Tan sólo sé llorar mientras la escucho.
Y ella me mira, absorta en mi ceguera,
desolada,
ausente de sí misma,
sin entender lo absurdo de sus ojos.
Súbitamente calla, y huye a esconderse
triste entre mis manos,
tímida, precavida:
Me abandona, callada, para dejarme ser
sin su presencia.
La siento respirar entre mis dedos.
Y me acobardo.
Y no le digo nada.
Y, sin embargo,
escucho cómo sus lágrimas,
que son las mismas mías,
recorren, dulcemente, la soledad de siempre,
lo imposible del aire de mis sueños,
las pérdidas de mí.