Parece que estas fechas, en
personas de edad provecta como la mía, son momentos propicios para echar la
vista atrás, poco, y recontar lo que el año que ya pasó haya dado de sí. Saber
si hemos estado a la altura del paso de su tiempo, si hemos sabido responder a
su inexorable máquina demoledora. Y si todo este tinglado que nos rodea y rodea
nuestra vida y nos la condiciona, ha servido para algo más que para
descorazonarnos. Porque en momentos como éste mismo en el que escribo, escuchando,
cascos de por medio, La Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach, esta
maravilla que me hace dudar de mi agnosticismo más que cualquier razonamiento,
(cómo razonar la sinrazón de la fe), el mundo exterior no existe si no es
porque escribo. Espejismo emocionante, y para mí incomprensible, que viene a
ser la música cuando quieres que así sea. Imaginas que la traes al terreno de
tu corazón y ella, sumisa, se aviene a ese capricho, haciéndote creer que
manejas los hilos del sentimiento imparable que te produce. Cuando el proceso
es del todo inverso, porque es tu corazón el que va hacia ella, dócil y
entregado, para que acompañe su pulso y lo guíe por ese camino anárquico e
inseguro por el que sus latidos sueñan. La vida, entonces, queda suspendida en un
embrujo inexplicable, mientras ella forma un escudo que te protege de las agresiones
que el mismo hecho de vivir esconde. Y escuchas el Erbarme dich, mein Gott, y
tu agnosticismo se va a hacer muchas gárgaras y poco importa que la contralto implore
piedad a un dios que desconoces, porque tú andas volviendo a la infancia y a
esas eternas tardes de verano en las que te embebías de esta aria con la compulsión
de un novicio. Y das gracias a tu vida por poder hacerlo, por tener la
oportunidad de sentir de nuevo la felicidad sosegada de aquellos momentos en
los que la angustia era una compañera agradable que te servía de inspiración.
Vaya. Empecé este artículo,
soliloquio al fin, hablando del recuento que en estas fechas me parecía
obligado hacer de las calamidades o las venturas recibidas de este año que,
irremisible, se escapa, y me he ido por los cerros de Bach, de la música y de
su capacidad de defenderte de la idiotez circundante y de los idiotas que la
enarbolan. Y el núcleo de lo que pensaba escribir se me ha escabullido entre
corcheas y añoranzas. En la época en que yo andaba por Madrid, integrando una
célula que se pretendía inmersa en la más pura ortodoxia leninista, estos
devaneos de sensiblería musical hubieran supuesto mi expulsión inmediata del
paraíso progresista, y el haber sido arrojado, sin piedad al infierno del
submundo pequeño burgués, donde recibiría tizonazos de desprecio revolucionario.
El sectarismo fascistoide es lo que tiene. Pero, en fin, aquello me sirvió para
curarme de espanto y aguzó mi instinto para oler las derivas autoritarias,
rojas o azules, apenas éstas asoman su pezuña por debajo de la puerta
doctrinaria. Por muy enguantadas en disfraces democráticos en que pretendan
escudarse. Lo digo porque, después de dos años de legislatura nacional, todos
los problemas económicos y todas las medidas, tantas veces despiadadas, que
este gobierno ha tomado para combatirlos se han cargado en la cuenta, primero,
de la crisis y la herencia envenenada que el suricato sonriente e inane nos
dejó y, después, en las órdenes taxativas que venían de ese galimatías nebuloso
e ilusorio, patraña institucionalizada, que es Europa. Y ahí salía Montoro, ese
“manos tijeras” de pacotilla y voz nasalizada, arreando estocadas y navajazos a
funcionarios, jubilados, autónomos, parados y trabajadores de cualquier
especie. Y, encima, erguido, chuleando y con la pretensión de que los
expoliados le diéramos las gracias por atracarnos. Este año, a costa del
sacrificio de todos menos de ellos, o sea, de la casta de superhombres engreídos que nos
gobiernan en cualquiera de los poderes y divisiones del Estado, parece que “los
parámetros macroeconómicos auspician un atisbo de recuperación”. Dicen o así.
En cualquier caso, de entrada, servirá para que, como hasta ahora, los que
ganan, ganen más y los que pierden, sigan perdiendo más. De modo que ya llegó
el momento de cumplir el programa electoral por el que los ciudadanos les
dieron holgada confianza y que, de aquí para atrás, las circunstancias
exteriores han impendido llevarlo a cabo. La economía, a pesar de estar
suspendida de alfileres, debe pasar a segundo plano, y la ideología debe venir
a ocupar el protagonismo que la Historia reserva a los elegidos. “Y ahí es
cuando”, que dijo la puta cuando se compró el colchón.
Y tanto que es así porque si el
protagonismo de Montoro ha sido doloroso, de poco acá uno de los que ha tomado
el relevo de la desdicha ha sido el ministro del Interior, Fernández. El
neumotórax más severo, a su lado, no pasa de ser un ligero catarro. Si es que
de libertades estamos hablando, que digo yo que sí, porque las leyes de
Seguridad Ciudadana y de Vigilancia Privada que se ha marcado, caminan a pasos
agigantados hacia una oscuridad pringosa que ya habíamos olvidado. Con la
excusa de reprimir los desmanes de los vándalos, el ministro Fernández pone a
los pies de los caballos a la ciudadanía, penalizando sañudamente el ejercicio
de libertades fundamentales, al tiempo que modifica la calificación legal de
muchos supuestos que, falazmente, pasan de delito a falta, con lo que el
ciudadano denunciado queda, sin amparo judicial, al albur de la policía, que
goza de la “presunción de veracidad”. En pleno frenesí represor, ha encargado,
a razón de medio millón de euros, un primer camión manguera, dizque para apagar
los contenedores que los extremistas quemen. Y, para aprovechar el viaje, disolver a manguerazos las protestas de los
ciudadanos achicharrados. Embalado como está, capaz es de formar somatenes con
los guardias privados y volver a vestir de gris a la policía nacional. Y así el
escenario se completa para la pesadilla, con Fernández, transmutado en Camilo
Alonso Vega con trufas de Arias Navarro y luciendo la evocadora capa de la Sacra Orden
Constantiniana.
¿El resumen del 2º año triunfal?
Pues que lo despedimos más pobres y menos libres. Y a ver que nos depara el
tercer acto de esta tragedia regresiva. Así que yo me vuelvo a poner los
cascos, le doy al “repeat”, y me aíslo en la música para respirar aire limpio.
Y ahí me las den todas, que alguna ventaja teníamos que tener los
pequeñoburgueses.