domingo, 19 de mayo de 2013

VIVIENDO LIBROS

Hoy se clausura la Feria del Libro de Badajoz. Es su edición número XXXII, treinta y dos años que lleva esta veterana cita acercando libros, lectura, luces, a quienes quisieron recorrer su parte del camino hacia ella. Este año, por fin, ha vuelto a instalarse en el paseo de San Francisco, un lugar más cómodo, más amplio, más fresco, más acogedor y, sobre todo, un escenario en el que, contrariamente a lo que ocurría en San Atón con sus agobios de espacio y páramo, puedes permanecer una vez que crees haber cumplido con la ilusión de la compra. Y en esa permanencia, a veces, a la luz de una conversación o de un ejercicio de memoria, vuelve a surgir la ilusión de un descubrimiento literario, la presencia de un recuerdo,  el chispazo de una intuición, al fin ese impulso repentino y gozoso que te hace reincidir en el vicio y te obliga a echar un nuevo libro a la alforja.

Pocos placeres comparables al que se experimenta al abrir por primera vez un libro, sentir su olor, acostumbrarte a su tacto, ilusionarte con la fantasía de descubrir su corazón en el corazón de las historias que almacena, callar con los silencios que provoca y reír o llorar, emocionarte en suma, a su ritmo. Y, consecuentemente,  pocas desilusiones tan frustrantes como las que sientes cuando un libro, al que siempre te acercas casi con el ensalmo de un primer amor, te decepciona y te resulta insoportable. Entonces, con la mejor de las intenciones y dilatando hasta el extremo tu paciencia, vuelves a él dos, tres, cuatro veces sólo para, en la mayoría de los casos, sufrir en cada intento un nuevo fracaso que acrecienta el aborrecimiento de amante despechado que te provoca el traidor, del que ya te molesta hasta el olor que al principio te entusiasmaba. Para estos especímenes inservibles tengo yo en casa un mueble de madera cuajado de carcomas inmunes donde quedan recluidos, con dos vueltas de llave, por toda su eternidad. Los dejo vivir, sí,  pero haciendo de su vida un desierto inútil. Porque les falta la razón de su existencia, manos que los acaricien, ojos paseando sus páginas, vidas viviendo al compás de la suya.

El mundo de los libros y de la lectura es un universo apasionante que da sentido a muchas horas de mi vida y a la vida de muchas de mis horas y de mis días. Cuántas veces ellos han sido mi refugio y mi vía de escape de una realidad que me agobiaba. Cuántas, paradójicamente, la posibilidad de acercarme más a la vida desde la ficción de otras diferentes y ajenas. Y cuántas, en la indefensión de la adolescencia, el reencuentro con las ganas de continuar a pesar de mis noches. Leer me hizo escribir y eso me salvó definitivamente de la catástrofe, porque inicié el camino de vuelta intentando devolver lo recibido. Y viví la alegría de ver los ojos del que lee y hacer que él sintiera como yo porque iba unido a mi corazón. Como ahora.

Paseando la otra tarde por San Francisco, viendo a la gente pasear a mi compás y al compás de una tarde agradable y benigna, me emocionaba pensando en los agradecimientos que debo a las personas y los ambientes que me hicieron lector. Y en la inmensa suerte que la vida me proporcionó regalándome una infancia feliz en un hogar en el que los libros y la música eran tan de diario como las galletas María y la sopa de arroz. Y en la suerte de ser, con mi melliza, el menor de diez que leían, cantaban, escuchaban música y vivían mundos de fantasía de los que yo participaba porque me dejaban entrar en ellos, y en los que me refugiaba de esa tristeza absurda e inexplicable que aquella felicidad me proporcionaba, mientras mi hermana María Elena nos contaba a los pequeños, con todo lujo de detalles, la película que acababa de ver, o las aventuras y desventuras del Capitán Palacios, “héroe de la División Azul”; y el Capitán Trueno y Roberto Alcázar andaban de la mano por los pasillos de la casa con  las novelas de Salgari de la Editorial Molino o el Tarzán de Gustavo Gili, las travesuras de Guillermo, las poesías “completas” de Lorca de Editorial Aguilar, los sonetos de Gerardo Diego, la venganza de Don Mendo y la lírica del paisaje y del hombre de Yupanqui. Y tantas vidas más. Después el Zurbarán, Don Enrique Segura, sus clases, su paciencia, su amor por la literatura,  y ese afán de maestro por hacernos amar la lectura y los libros. Y, perenne, la imagen de mi madre al contraluz del cierre y de la tarde, sentada en su sillón con las piernas cruzadas y un libro entre las manos. Y yo mirándola embebido pasar páginas silencio tras silencio.

Se acaba ya esta Feria del Libro de Badajoz. El paseo de San Francisco volverá a la rutina de sus tardes, al ajetreo de sus mañanas de trabajo, a la placidez de los sábados de relax y cervezas. Sin embargo, hasta el año que viene, seguirán resonando en sus jardines las voces quedas y los ecos sordos de los sueños que han estado expuestos, ocultos entre páginas. Y siempre vendrán niños que podrán escucharlos.

lunes, 6 de mayo de 2013

ENTROPÍA POÉTICA

El día 23 de abril, con motivo del Día del Libro, presentamos el último premio de poesía Ciudad de Badajoz,  Poemarx de David Benedicte. Es ya la edición trigésimo primera de este premio del que, en su momento,  algún poeta se sintió dueño y que cuando fue descabalgado del puesto de jurado que el creyó vitalicio o, quizás como el otro, perpetuo, al sentirse herido en su amor propio enfermizo y en su desmedida soberbia, trató de torpedear con todos los medios que su despecho y su mezquindad le proporcionaban. Evidente y afortunadamente fracasó en su intento, y el premio alcanza cada año más vida y más prestigio.

El poemario, en esta ocasión, no es poemario al uso, de modo que hay que pasear por sus páginas con los ojos bien abiertos, limpios, sin ataduras ni prejuicios que puedan evitarnos disfrutar de él. Decir que lo más clásico que nos encontramos en sus páginas es un “soneto mudo” cuyos dos tercetos son la traducción que el autor hace de los estertores bocineros de Harpo Marx, les da le medida de lo que digo. Pródigo en citas que no coloca este autor, como otros, a beneficio de inventario, y que deben leerse, por tanto, con la misma atención que los poemas, destacaré estas tres porque creo, a toro pasado y leído, que pueden darles la clave de lo que se van a encontrar. La primera de ellas, es una pintada del mayo francés: “Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo tampoco me encuentro muy bien”. La segunda, del escritor y filósofo francés Georges Bataille, que escribió: “Lo reiteraré de todas las maneras posibles: el mundo sólo es habitable a cambio de no respetar nada”. Y la tercera, del belga Raoul Vaneigem: “No hay símbolo, por aborrecible que sea, que los juegos de lo viviente no tengan el poder de disolver”. Junten las tres, agiten la coctelera, añádanle un lingotazo ácrata, unas gotas de descaro más el oficio asentado de un escritor curtido, y el temible y demoníaco relativismo que tanto denuestan ahora los vendedores de orejeras se queda en repostería de convento. A partir de ahí, y por eso, o al revés si se regresa al futuro, se encontrarán ustedes con un libro que es un torrente iconoclasta, gamberro, imaginativo, escéptico, con una arquitectura formal que el montaje final del director ha mejorado, y en el que paseamos por un mundo de ficción realista, por un maratón peliculero en el que materialidad y fantasía no están constreñidas por fronteras, sino que se mezclan y se confunden y se parasitan mutuamente. Con un estilo apabullante hasta lo lisérgico, nos sumerge en una sucesión de historias posibles por imposibles, que la magia del cinematógrafo inmenso que es la vida hace realidad: vemos al filósofo Karl, quinto de los hermanos Marx y a Harpo, digo, perdón,  a “Francisco Harpo, Caudillo de España por la gracia de Dios”, manteniendo, mientras asisten en un cine porno a la felación que Mónica Halkova ejecuta a un elegido, un diálogo desopilante en el que se establece el onanismo como una nueva forma de religiosidad a la que el capitalismo nunca podrá corromper; asistimos a la encarnadura, junto a los antiguos cines Luna, de un nuevo Cristo “que ha colgado su cruz en una alcoba sembrada de desórdenes y congoja”  y para el que el cielo “es un restaurante donde todos los días hay paella”;  o descubriremos que Leopoldo María Panero, el que está “hasta el puto culo de sí mismo”, morirá en 2047, mientras su padre es un zombi que juega al golf con Pemán, Rosales y otros “poetastros falangistas” al tiempo que él, en la vigilia de un sueño, les ofrece el manjar de su cerebro.

Intercaladas entre estas historias se nos ofrece una serie de fogonazos, de cortos, casi de escenas que, a veces en un verso, recrean otras tantas películas que ya son distintas después de esa luz poética que las ilumina y nos ciega. Las  fantasmagóricas gemelitas de El resplandor violando a Jack Nicholson, ese escritor desquiciado y poseso que vive en un mundo irreal que lo domina y que es, en cierta forma, paradigma de todo escritor que se precie de serlo, es una escena imaginada que le da al original una dimensión aún más terrorífica. Con todo, deberemos de ir con cuidado para que la claridad de estos destellos no nos impida ver la luz de un magnífico libro de poesía, de peculiar lirismo, profundo, contundente, de una calidad que se mantiene sin flaquear, muy bien definido en su mensaje, lleno de contrastes en apariencia contradictorios y que, sin embargo, acaban encajando con perfección de tetris. Un libro que hay que leer más de una vez para paladearlo en todos sus matices, que hay que repasar para poder disfrutarlo en toda su extensión interior y atarlo en corto para que no se nos desmande más de la cuenta.

Leí ese día en la prensa digital dos titulares que parece que se confabularon para tratar de amargarnos.“El libro celebra su muerte”, decía uno. El otro, aún más peliagudo: “El cine pide clemencia a Montoro”, o sea, el condenado implorando a su verdugo. El panorama, ya ven, es de aúpa. No obstante, creo que libros como éste, que despeja certezas y alimenta dudas, nos sirven de refugio contra esa realidad apocalíptica y agorera que parece que nos rodea, no para huir de ella u ocultarla ocultándonos, sino para tratar de impedir augurios tan pavorosos como los que presagia. Así, quizás, lograremos evitar entre todos que el libro muera y que el cine tenga necesidad de implorar. Y si a pesar de todo no lo conseguimos, pues que venga Harpo y lo arregle a bocinazos.