Hoy se clausura la Feria del Libro de Badajoz. Es su edición número XXXII, treinta y dos años que lleva esta veterana cita acercando libros, lectura, luces, a quienes quisieron recorrer su parte del camino hacia ella. Este año, por fin, ha vuelto a instalarse en el paseo de San Francisco, un lugar más cómodo, más amplio, más fresco, más acogedor y, sobre todo, un escenario en el que, contrariamente a lo que ocurría en San Atón con sus agobios de espacio y páramo, puedes permanecer una vez que crees haber cumplido con la ilusión de la compra. Y en esa permanencia, a veces, a la luz de una conversación o de un ejercicio de memoria, vuelve a surgir la ilusión de un descubrimiento literario, la presencia de un recuerdo, el chispazo de una intuición, al fin ese impulso repentino y gozoso que te hace reincidir en el vicio y te obliga a echar un nuevo libro a la alforja.
Pocos placeres comparables al que se experimenta al abrir por primera vez un libro, sentir su olor, acostumbrarte a su tacto, ilusionarte con la fantasía de descubrir su corazón en el corazón de las historias que almacena, callar con los silencios que provoca y reír o llorar, emocionarte en suma, a su ritmo. Y, consecuentemente, pocas desilusiones tan frustrantes como las que sientes cuando un libro, al que siempre te acercas casi con el ensalmo de un primer amor, te decepciona y te resulta insoportable. Entonces, con la mejor de las intenciones y dilatando hasta el extremo tu paciencia, vuelves a él dos, tres, cuatro veces sólo para, en la mayoría de los casos, sufrir en cada intento un nuevo fracaso que acrecienta el aborrecimiento de amante despechado que te provoca el traidor, del que ya te molesta hasta el olor que al principio te entusiasmaba. Para estos especímenes inservibles tengo yo en casa un mueble de madera cuajado de carcomas inmunes donde quedan recluidos, con dos vueltas de llave, por toda su eternidad. Los dejo vivir, sí, pero haciendo de su vida un desierto inútil. Porque les falta la razón de su existencia, manos que los acaricien, ojos paseando sus páginas, vidas viviendo al compás de la suya.
El mundo de los libros y de la lectura es un universo apasionante que da sentido a muchas horas de mi vida y a la vida de muchas de mis horas y de mis días. Cuántas veces ellos han sido mi refugio y mi vía de escape de una realidad que me agobiaba. Cuántas, paradójicamente, la posibilidad de acercarme más a la vida desde la ficción de otras diferentes y ajenas. Y cuántas, en la indefensión de la adolescencia, el reencuentro con las ganas de continuar a pesar de mis noches. Leer me hizo escribir y eso me salvó definitivamente de la catástrofe, porque inicié el camino de vuelta intentando devolver lo recibido. Y viví la alegría de ver los ojos del que lee y hacer que él sintiera como yo porque iba unido a mi corazón. Como ahora.
Paseando la otra tarde por San Francisco, viendo a la gente pasear a mi compás y al compás de una tarde agradable y benigna, me emocionaba pensando en los agradecimientos que debo a las personas y los ambientes que me hicieron lector. Y en la inmensa suerte que la vida me proporcionó regalándome una infancia feliz en un hogar en el que los libros y la música eran tan de diario como las galletas María y la sopa de arroz. Y en la suerte de ser, con mi melliza, el menor de diez que leían, cantaban, escuchaban música y vivían mundos de fantasía de los que yo participaba porque me dejaban entrar en ellos, y en los que me refugiaba de esa tristeza absurda e inexplicable que aquella felicidad me proporcionaba, mientras mi hermana María Elena nos contaba a los pequeños, con todo lujo de detalles, la película que acababa de ver, o las aventuras y desventuras del Capitán Palacios, “héroe de la División Azul”; y el Capitán Trueno y Roberto Alcázar andaban de la mano por los pasillos de la casa con las novelas de Salgari de la Editorial Molino o el Tarzán de Gustavo Gili, las travesuras de Guillermo, las poesías “completas” de Lorca de Editorial Aguilar, los sonetos de Gerardo Diego, la venganza de Don Mendo y la lírica del paisaje y del hombre de Yupanqui. Y tantas vidas más. Después el Zurbarán, Don Enrique Segura, sus clases, su paciencia, su amor por la literatura, y ese afán de maestro por hacernos amar la lectura y los libros. Y, perenne, la imagen de mi madre al contraluz del cierre y de la tarde, sentada en su sillón con las piernas cruzadas y un libro entre las manos. Y yo mirándola embebido pasar páginas silencio tras silencio.
Se acaba ya esta Feria del Libro de Badajoz. El paseo de San Francisco volverá a la rutina de sus tardes, al ajetreo de sus mañanas de trabajo, a la placidez de los sábados de relax y cervezas. Sin embargo, hasta el año que viene, seguirán resonando en sus jardines las voces quedas y los ecos sordos de los sueños que han estado expuestos, ocultos entre páginas. Y siempre vendrán niños que podrán escucharlos.