Algo debemos de estar haciendo mal
para que se haya podido llevar a cabo un horror como el del atentado canallesco
de París. Y no lo digo sólo porque la policía no haya sido capaz de impedirlo a
pesar de que, según ha reconocido el ministro del Interior francés, ambos
asesinos estuvieran vigilados por su trayectoria islamista, sino por el hecho
de que dos hermanos, nacidos y educados en Francia, hayan llevado a cabo una
acción terrorista contra todo lo que teóricamente esa educación debería
haberles inculcado. La trayectoria de los Kouachi suena a la de otros casos
similares: desarraigados, faltos de una identidad en la que reconocerse,
marginales, insatisfechos, trapicheando para malvivir, inmersos en la anomia de
un lumpen marginal y endogámico, que en un momento determinado son captados por
el discurso radical de un imán iluminado y fanático que les da la confianza
necesaria para autoafirmarse sintiéndose partícipes de una misión que les
trasciende. Viajes a Yemen, Siria o Irak, entrenamientos en campos de Al Qaeda,
y un odio exacerbado a la cultura y la democracia occidentales cierran el
círculo de la sinrazón. Algo debemos de estar haciendo mal, insisto, para que
la historia se repita con apenas diferencias de matiz, y seamos incapaces de
impedir que el enemigo utilice nuestra libertad para tratar de acabar con ella.
Tras la masacre del pasado
miércoles en la redacción de Charlie Hebdo se ha abierto la puerta por la que
ha entrado un aluvión de opiniones y comentarios que abarcan todas las posibilidades
ideológicas a la hora de analizar causas, predecir consecuencias o aportar
soluciones al problema. A pesar de la disparidad de criterios y conclusiones,
una gran mayoría de los análisis se sustenta en la dualidad islam-cristianismo
porque, a pesar de la mucha elipsis que queramos hacer, la verdad incontestable
es que el terrorismo islamista tiene su fundamento en unos principios
religiosos, por muy estereotipados o deformes que puedan presentarse en un
intento de justificar lo injustificable. De la misma manera, resulta verdad de
Perogrullo que cualquier régimen teocrático o hierocrático como el que aspiran
a implantar los yihadistas, al estar basado en el dogma, la intransigencia y la
eliminación del no converso, es enemigo de la democracia y de la libertad. Con
estas dos premisas, ¿cómo es posible que se permita actuar a imanes como Farid
Benyettou, que en su mezquita de Al Dawa en París atrajo al menor de los
hermanos Kouachi y a otros muchos jóvenes al fundamentalismo islámico? ¿Hasta
dónde debemos estirar la tolerancia en aras del tan cacareado
multiculturalismo? ¿Cómo podremos convivir con una cultura fanatizada que
quiere destruirnos? Facilitar la libertad de creencia o de religión no puede
resultar incompatible con la defensa del sistema que garantice esas mismas
libertades, porque en ese caso estaremos abriendo la gatera para que se nos
cuelen las ratas e invadan nuestra casa. Reivindicar, priorizándolo, nuestro
humanismo occidental y la escala de valores que en él se sustenta, y defenderlo
de ataques fundamentalistas armados, ideológicos o culturales, no es xenofobia,
ni ‘islamofobia’, ni racismo es, simplemente, supervivencia. Por el contrario,
adoptar actitudes seráficas en situaciones vitales como ésta, andar buscando un
papel de fumar para cogérnosla mientras el enemigo empuña un Kalashnikov o es
libre para propagar un ideario aberrante y destructivo, sólo puede conducirnos
al desastre.
¿La culpa del terrorismo yihadista
la tiene el islam? Por supuesto que no, de la misma manera que el cristianismo
no tiene la culpa de que haya obispos pederastas. Pero sí habremos de convenir
que es en determinados círculos islámicos y bajo el amparo de determinados
imanes y mezquitas donde se capta a muchos de los que después formarán parte de
estas células criminales. A pesar de que los musulmanes ajenos a la barbarie lleguen a ser víctimas estigmatizadas y
colaterales de los atentados, (en este caso incluso directas pues el policía
rematado en el suelo era musulmán), hay veces en que la condena de los
asesinatos por parte de sus dirigentes viene a ser más refugio de tibios que
rechazo sin paliativos. Sirva como ejemplo de esta actitud forzada y poco
creíble que la repulsa que hubo por la publicación de las caricaturas fue mucho
más instantánea, contundente y generalizada que la habida, hasta ahora, por los
asesinatos. De manera que a veces queda la
sensación de que se cubre el expediente compungido como un peaje necesario e
impostado. Y más si tenemos en cuenta que, si no hay dobleces, los más
interesados en que los podridos no sigan pudriendo la banasta son ellos, que
deberían ser los primeros en conseguir limpiarla. Más que nada para evitar
equívocos, confusiones y generalizaciones injustas. Porque después de oír el
sermón de la misa dominical nadie sale a convertir infieles por las esquinas,
ni hay comandos de cristianos integristas matando musulmanes por las calles.
Por aclarar las cosas, digo.
El
peor enemigo es el que mata, porque la muerte es irreversible. Pero
también es enemigo el que pretende formar parte de la sociedad en la que vive
sin aceptar la libertad de la que disfrutamos con todas sus consecuencias, con
toda su grandeza e incluso con sus miserias. Creo que a los enemigos, en esta
guerra en la que nos estamos jugando nuestra forma de ser y de sentir, hay que
combatirlos con toda la contundencia que las leyes de una sociedad europea y
libre nos permiten y siglos de historia respaldan. El último titubeo nos ha
costado, hasta el momento en que escribo, doce muertos. Me temo que como
sigamos con los mismos remilgos indulgentes no van a ser los últimos. Y, de
nuevo, nos tocará llorar.
1 comentario:
Magnífico comentario.Estoy totalmente de acuerdo con lo que usted dice.O ellos o nosotros.
Un saludo.
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