A medida que voy cumpliendo años, más
sufro la constancia de mis muertos. De quienes quise tanto como para sentirlos míos:
Mi melliza, mis padres, mis amigos, Jesús... Jamás los he olvidado. Imposible
olvidar un trozo de mi vida desgajado, un pedazo de tiempo que se duerme en el limbo
de ese nunca jamás que es el ayer. Quiero decir (disculpen la torpeza de mi
ensueño) que, cada día, la cadencia callada del recuerdo incrementa su ritmo al
compás del anhelo de mis horas. Apenas sea una luz, aquel olor inmóvil, la
sutil emoción de la mañana, el reflejo imprevisto de una voz, de una risa en
mis manos, el ambiguo quizá de una ilusión que se quedó esperando en una
esquina triste desolada, o el ademán de un caminante absorto que se cruza
conmigo sin saberlo y el batir de sus brazos o la manera de acompañar sus pasos
al vaivén de sus hombros me conturben, para que mi memoria, sin saberlo, me
despierte los gestos, la voz, la luz, la risa o la ilusión de aquel que ya
murió y me dejó más solo, más conmigo.
No sé si esta obsesión de revivir
huidas es un aprendizaje que la vida me ofrece, cercano a la vejez, para que
vaya acostumbrándome a ser también ausencia (¿de mí mismo?), o es tan solo un
fingido recurso de poeta para escribir el diezmo que debo a los que viven y me
quieren sabiendo lo que hacen. Hay algo de silencio y de presencia en esta
situación, un tanto absurda, de ir buscando añoranzas por las calles. Y son mis
huesos, heraldos inocentes de un mañana impreciso, los que en las madrugadas
duelen desaprensivamente. Tal vez quieran decirme, en su lenguaje tosco y
descarnado, que siguen sosteniendo mis miserias. Mientras, mi corazón, como si no
tuviera bastante con latir cada día para hacerme vivir, se empeña en idear
latidos imposibles que regala al silencio de todo el que se fue huyendo de la
vida y de mi vida para no volver nunca. Como si mi tristeza repentina precisara
de excusas diferentes a la orfandad que el tiempo va dejando en el camino.
Esta tarde de siempre en la que escribo
viene con una claridad desvencijada. Propensa al desconsuelo, se acurruca en
silencio mientras espera un gesto de ternura que yo no puedo darle. Soy un mal
compañero de aflicciones. Debería estar con ella y no palabreando a trompicones
estas líneas nubladas de nostalgia. Pero estoy con mis muertos y su obsesión
eterna (disculpen la torpeza, quise decir la mía) de poder descifrar el horror
de la nada. Cautivos del vacío, no pueden escapar de la intrusión que los vivos
hacemos en su mundo. Pero nos necesitan para intentar ser algo. Por eso nos
aguantan que alteremos recuerdos, dulcifiquemos tiempos, mezclemos situaciones,
vayamos desnortados añorando imposibles, incluso que soñemos que volvemos a
verlos y a hablar y reír con ellos. Y poco les importa (más bien no les importa
nada) el despertar amargo que tengamos después de haber soñado que estábamos de
nuevo como antes. No es que sean egoístas, es que no sienten. Es que ellos son
nosotros y esta vinculación, tal vez, su infierno.
La tarde se ha hecho noche entre
estas líneas. La casa está en silencio (quizá no sé escuchar su algarabía). Digo
la casa de mis padres donde ahora estoy, apenas 5 años, cenando una sopa de arroz.
Después habrá croquetas de carne de cocido. Y de postre, natillas con galletas.
Mi melliza me mira, me está hablando y yo la veo igual que la veía pero no
logro oír lo que me dice. Ni puedo distinguir si es verano o invierno. Tengo
puesto un pijama, chaqueta y pantalón, de cuadros grises. Veo la mesa y el hule
verde con ribetes en una toma cenital que la añoranza, con un zum que utiliza
para acercar tan solo el tiempo y no la imagen, enfoca a su libre albedrío.
Distingo el mostrador, su cristalera, el frigorífico Westinghouse detrás de mí,
el mueble marrón, largo, refugio de tebeos, a mi derecha. Y entonces vuelvo en
mí con un respingo. Las dos perras sentadas a mi lado me miran como si
supieran. La tele puesta y mi santa conmigo, a mi costado. Y yo, después de haberme
atiborrado de sopa, de croquetas y natillas,
acaricio su cara y le pregunto con esa frase típica que le revuelve tripas y
neuronas: “ Cariño, ¿qué hay de cena?”. Y es que ya sabes, primo: Si no chincho,
reviento.