jueves, 30 de abril de 2020

SIN QUE LO SEPAS


SIN QUE LO SEPAS

Estoy mirándote, simplemente;
quieto,
ausente de las voces,
para amarte en silencio.
Me renuevo en los gestos
que tú haces
sin saber que los haces.
Ahora estás hojeando una revista
de no sé qué. Da igual.
Vas pasando las hojas y van pasando,
al compás,
los años de nosotros,
los momentos.
Y sin que tú lo sepas,
ajena, distraída,
vienes a ser el centro de mis sueños.

Te miro, simplemente,
para sentir que vivo.
Y tú sigues mirando,
con la rutina cierta
de la vida,
las páginas que a mí nada me importan:
Acaso un aleteo
de mis adentros,
impreciso y callado,
que la tarde me brinda
para sentir tu amor
sin que lo sepas.

domingo, 26 de abril de 2020

CONFINAMIENTO Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN


Viernes, 24 de abril. Son las 10:45 y el “síndrome del folio en blanco” me tiene atenazadas las neuronas que, ¡pobres mías!,  van, descuajaringadas, camino de la lividez y la lasitud más inoperante. Cansado y sin consuelo, empiezo a escribir este artículo que no sé cómo terminaré, ni siquiera si podré hacerlo, porque no tengo ni repajolera idea de qué camino tomará. Harto de confinamiento; cansado de informaciones dispares; ahíto de ruedas de prensa inanes que parecen fruto de una moviola diabólicamente repetitiva; empachado de declaraciones afectadas y de poses tragicómicas y, en fin, consciente de ser, como todos en mayor o menor medida, víctima devaluada, estricta y fríamente estadística, para quienes tienen el poder de que lo seamos. Y es que, cada día que pasa, estoy más convencido de que, en la escala de valores de los “grandes prebostes sabios investigadores” que nos mangonean, los ciudadanos, vivos o muertos, ocupamos el furgón de cola y pasamos de ser personas con cabeza, tronco y extremidades, que decía el otro, a ser puntos sucesivos y apretujados en las líneas quebradas de los gráficos estadísticos.

Si para muestra vale un botón, cómo, si no, interpretar la declaración con la que abrió la semana Fernando Simón, médico epidemiólogo que desde el año 2012 es director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad y, a la sazón, es también miembro del comité de expertos para el Covid-19, cuando tras comunicar 399 muertos ese día, dijo textualmente: «Las cifras que estamos viendo en los últimos días, y sobre todo hoy, lo que deben hacer es ponernos felices y contentos». No tengo motivos para dudar, o sí, de sus conocimientos sobre pandemias y otras alertas o emergencias sanitarias, pero de lo que sí estoy convencido, y a su frase me remito, es de que tiene menos empatía que una acelga pocha. Y la sensibilidad de un ladrillo. Porque vamos a ver : La felicidad y contento a que se refiere, ¿debió ser compartida por los propios difuntos in articulo mortis? ¿Y por sus familiares y amigos después? Otrosí digo, ¿a partir de qué numero deberemos sentirnos, entonces, desgraciados y tristes: 400, 401, 500, 1000...? ¿Los deudos de los primeros 399 muertos del día deberán estar de jolgorio y, desde el 400 en adelante, si los hubiere, vivir el luto y el respeto que se debe a los muertos y que usted se ha pasado por el forro de su idiotez? En fin, su frase no digo que sea desafortunada, porque no está el panorama para eufemismos manidos, su frase es, sencilla y llanamente, asquerosamente vomitiva. Y, sin duda, definitoria de la calidad moral de quien la dice. Y «esa es mi opinión y yo la comparto», señor mío, como diría uno de los Dupont ‘tintinescos’.

En mi artículo del pasado sábado, decía yo que veía al ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, «con semblante cada día más zombi y más entelerido». Y la última vez que, esta semana, coincidí con él, yo en mi antecocina y él en la tele, me reafirmé en mi impresión: el rostro angulado y cerúleo, la mirada oscurecida, el gesto más hosco y frío... Me recordaba a algo o a alguien que no era capaz de identificar. Hasta que esta semana, en una de mis bajadas a los abismos emocionales, fui presa de un respingo («sacudida violenta del cuerpo, causada por un sobresalto, una sorpresa, etc.») alucinado que me llevó hasta La noche del terror ciego, película española de terror dirigida en el año 1972  por el portugués Amando de Ossorio, en la que unos Caballeros Templarios heréticos, ajusticiados siglos atrás, se escapan de sus tumbas por las noches en busca de nuevas víctimas a las que transformar en zombis como ellos. Creo que la apariencia cada vez más acartonada y enteca del otrora exjuez y ahora ministro, encaja a la perfección en la cinta, sólo a falta de que vistiera un hábito cochambroso y mugriento. Porque la mutación de vivo a no-muerto ya la lleva puesta. Profesionalmente hablando, digo.

Después de su: «El Gobierno no tiene ningún motivo para arrepentirse de nada», cuando la pandemia arrasaba las residencias de ancianos y los hospitales, esta semana se centra en el nuevo mantra gubernamental, obsesivo y mediático, y nos ofrece: «Los bulos y la desinformación son los grandes aliados de esta enfermedad». Pues yo creo que no. Porque, según mi criterio, los grandes aliados de la enfermedad son los errores de quienes son responsables de combatirla desde las alturas del Poder Ejecutivo. Por ejemplo: cuando no protegen a los sanitarios que la combaten en las trincheras hospitalarias; cuando no les ofrecen los medios para saber el qué y el quién; cuando se dejan engañar por mercachifles en la compra de material; cuando van dando palos de ciego en las medidas que adoptan y tienen que andar rectificándose unos a otros... Y sobre todo, repito, cuando nos tratan a todos, muertos o vivos, como puntos constreñidos y anónimos de gráficos estadísticos.

Disculpen mi presunción pero me encantaría que, después de este artículo, esta pandilla de mamelucos me incluyera en la lista de “desafectos”. Más que nada porque la palabreja de marras me retrotrae a los tiempos franquistas, con el TOP resucitado y la Ley de Prensa de Fraga vigente. Y en esa oscuridad retroactiva o, muy a mi pesar, futurible, volvería a creerme joven. Si no es así y pasan de mí, pues tendré que llamarles “pringue zorras”. A ver si se pican y pican, primo.

Y mi nieta, mientras tanto..., sigue viviendo su vida alejada de mí.


domingo, 19 de abril de 2020

CONFINAMIENTO Y EL NEFELIBATA


La palabra «nefelibata» procede de los vocablos griegos «nephélē» (nube) y, enlazado con él, «bátēs» (que anda). De modo que de la unión de ambos deducimos que un nefelibata es, «sensu stricto» etimológico, «el que anda en/por las nubes». Según el DRAE, es un adjetivo, usado también como sustantivo, que designa a una «persona soñadora, que no se apercibe de la realidad». Y digo yo de paso, y con eso arrimo el ascua a mi sardina, no necesariamente el soñador a que se refiere tal definición haya de serlo en el sentido más benévolo del término, que podríamos parangonar con quijote, iluso, idealista o, incluso, ingenuo. Porque el nefelibata al que me refiero en el título de este artículo es el que el DRAE define en la segunda acepción de «soñador» como aquel menda «que cuenta patrañas y ensueños o les da crédito fácilmente».

En el poema Epístola, dedicado a la esposa de Leopoldo Lugones e incluido en su libro El canto errante (1907), Rubén Darío la utiliza y, posiblemente, la acuña: «Que ando, nefelibata, por las nubes… Entiendo. / Que no soy hombre práctico en la vida… ¡Estupendo! / Sí, lo confieso: soy inútil. No trabajo / por arrancar a otro su pitanza; no bajo / a hacer la vida sórdida de ciertos previsores». El poeta nicaragüense reincide y vuelve a emplearla en el poema ¡Eheu! del mismo libro: «Nefelibata contento, / creo interpretar / las confidencias del viento, /  la tierra y el mar...».  No sé si, debido a su contumacia, a raíz de esta doble utilización la palabreja es documentada en español por primera vez, me imagino que por duplicado. El cultismo hubo de esperar, no obstante, hasta mediados de los años 80 de ese siglo, concretamente hasta el año 1984,  para que la RAE lo incluyera en su Diccionario de la Lengua Española, aunque en Portugal, desde finales del siglo XIX, ya figuraba en diccionarios con el mismo significado y la misma grafía.  De modo que, para centrar el asunto, y sin abominar de la utilización que de esta palabra hace Rubén Darío, me quedo con la sorna elocuente y retroactiva de don Antonio Machado («este cielo azul y este sol de mi infancia...»), cuando en su Cancionero apócrifo, dejó dicho: «Sube y sube, pero ten / cuidado, nefelibata, / que entre las nubes, también / se puede meter la pata». En fin si, como todo apunta, el destinatario de esta socarronería fue Rubén Darío y su verso melifluo, la pata ya habría dejado de meterla, más que nada porque la estiró años antes de la publicación de los apócrifos machadianos.



Quién me iba a decir a mí, ni a nadie, que esta palabra iba a adquirir rotundo protagonismo en estos días amargos que vivimos. Porque mientras los ciudadanos que no están confinados, digo, personal sanitario, farmacéuticos, miembros de las FFAA y FFCCSS, bomberos, camioneros, basureros, barrenderos, empleados de supermercado, conductores de autobús y de ambulancias, y otros ‘muchos bastantes’ (Arturito dixit)  que sin duda olvido, están dejándose la piel y la vida por nosotros, Pedro Sánchez, el presidente entronizado del Gobierno de España, está cada día más cerca de convertirse en el paradigma del nefelibata por antonomasia, autosugestionado con haber sido seleccionado por el pueblo para alcanzar las nubes más altas, más distantes, más etéreas, más esponjosas. Y en estos días de encierro, atiborrado de periódicos en línea y de programas televisivos en la cocina, me he asombrado siguiendo en unos y otros el ascenso alienado del susodicho hacia la verborrea más vacua y la mentira más descarada. Y he comprobado, en sus gestos despreciativos de malevo y en sus palabras cargadas de suficiencia, el desprecio a los que, vivos o muertos, incomodan su ascenso hacia la cúspide de un Olimpo soñado a la  medida de su desparpajo ególatra. La frase puesta en boca del ministro del Interior, con semblante cada día más zombi y más entelerido, resume perfectamente el pensamiento de nuestro nefelibata embelesado: «Este Gobierno no tiene ningún motivo para arrepentirse de nada», dijo el tal, calculo que por boca de ganso. Sin duda un insulto arrogante y zafio a los miles de muertos y a sus allegados (en el caso de los ancianos, una auténtica masacre), a los miles de enfermos y a los millones de confinados. Y un escarnio gratuito a sus sufrimientos.

En fin, la escalada hacia el egocentrismo más irredento de este Churchill de guardarropía creo que tiene mucho (todo) que ver con la labor del camarlengo ‘monclovita’, un personaje oscuro donde los haya, mercenario apátrida y calvo arrepentido desideologizado aunque, por otra parte, sí, especialista sólido en encumbrar a políticos por muy mediocres y faltos de cacumen que éstos sean. (O, a lo peor, la solidez de su trabajo se deba precisamente a eso, a la medianía de sus pupilos a los que puede manejar como a muñecos del pimpampum). Si al buen hacer de este engendro añadimos la vaselina que, con sus encuestas bufas, le proporciona el sacristán chabacano del CIS, por el momento no atisbo escapatoria.

«¿Y mi nieta, eh...? ¿Y mi nieta creciendo a lo lejos... ?». Pues eso, que nos queda más mili que a Cascorro.  Y yo con estos pelos, primo.


domingo, 5 de abril de 2020

CONFINAMIENTO CON MÚSICA Y ABRIL


Pues aquí seguimos confinados, que no confiados, mi santa, mi hija Andrea y servidor, sin que hasta el momento esta reclusión nos haya supuesto ningún encontronazo desmesurado a pesar de nuestros caracteres, dispares, sí, pero con un denominador común en cuanto a su fuerza se refiere. He de reconocer que el más cascarrabias soy yo y, a veces, me voy por los cerros de Úbeda, pero el encocoramiento dura apenas un suspiro. Si es con mi hija, porque se va a su refugio a seguir con el ‘máster no presencial’ y me ignora. Y hace bien. Y si es con mi santa, porque soy yo el que suele hocicar, aunque no se lo diga, y me ignoro. Y hago bien. Sobre todo porque ellas dos han guardado el confinamiento a rajatabla y el jardín da para lo que da, que si en circunstancias normales no es para mucho, ahora es para menos porque, a día de hoy, está bastante descuidado. Tanto que, como dure mucho este recogimiento, el día que vengan a desbrozarlo va a ser como revivir una película de Tarzán, con mona Chita incluida.


          Al menos yo salgo, una vez por semana o así, a hacer los recados en la farmacia, el estanco, el súper, el apartado de correos... Y, cada día, a tirar la basura. Algo, esto último, que hasta ahora no me había dado cuenta de lo que puede dar de sí. Todos los desplazamientos los hago en coche, porque vivimos a más de 4 quilómetros de Badajoz, contando el quilómetro largo que los contenedores distan de nuestra casa. Y desde que me monto en el coche hasta que me bajo, voy escuchando la música que almaceno en un archivo que es la banda sonora de mis años. ¿Música diegética o música extradiegética? Tres leches me da el matiz erudito. Sobre todo, porque a veces, después de cumplir con los contenedores, aparco a las puertas de unos almacenes cerrados que están al lado, abro las puertas delanteras del coche en par en par, subo el volumen de la música y me quedo observando a los gatos que campan a sus anchas por el aparcamiento vacío, y mientras me corroe la envidia de verlos tan libres y despreocupados, me fumo un cigarrito y, si se tercia, como el que no quiere la cosa, me apalanco una Estrella Galicia para espantar al bicho antes de recogerme. En estos lances pongo la música en “aleatoria”, y ahí que salen sin orden ni concierto (bueno, con concierto, sí) pero sin previo aviso y en batiburrillo: Mozart, Serrat, Janis Ian, Vivaldi, Fabrizio De Andrè, Bach, Soledad Bravo, Vainica Doble, Leo Ferré, Brel, Yupanqui, Chopin, Carlos Santana, Concha Piquer, Antonio Molina, Barber, Carlos Montero, Pergolesi, Hilario Camacho, el ‘Polaco’ Goyeneche, Schumann, Quilla Huasi, Coplanacu, Carlos Cano, Aute... y la intemerata en verso, a gorgoritos o tutti orquestal. Pues eso, para que vean la enjundia que esconde, a veces, tirar la basura. Y es que algunos, yo mismo, nos quejamos de vicio.         

En más de un artículo y en más de dos he dejado constancia, aquí, de mi adoración por la música como un apoyo emocional, generoso y desinteresado, que me ha ayudado a sobrellevar momentos de mi vida de otra forma insoportables, o me ha acompañado cuando no sabía qué decir o cómo decir lo que sentía prestándome su voz para hacerlo y, así, salir del trance. Porque la música no sólo me ha hablado a lo largo de mi vida y ha conseguido, según los casos,  hacerla más amable, o más intensa, o más feliz, o más llevadera, sino que me ha prestado su voz para que yo pudiera comunicar lo que sentía, fuera sufrimiento, o dicha, o esperanza, o ansias de perdón. Pero nunca pensé que, gracias a ella, pudiera conseguir que ir a tirar la basura se transformara en una fiesta relajada de emociones y de recuerdos.

Cuando despachurro estas líneas me ha sorprendido abril en el silencio y la luz compungida de esta mañana atardecida y nubla. La mezcla de estos tres ingredientes, -confinamiento, música y abril-, destartala un bastante mis defensas, a la vez que las dota de coraje. Y mientras intento sobrevivir anímicamente en este caos que mezcla risas y lágrimas, optimismo y desespero, esperanza y fatalidad, hablo por teléfono con los amigos, porque aunque las conversaciones sean monotemáticas (es lo que hay) siempre encontramos sitio para la chanza, los recuerdos cachondos y el «deseo de ajuntarnos un día en un rancho con sol alegre y nuevo». O, en su defecto, en la cafetería del Rectorado de la UEx, que no es moco de pavo. Y también lo hago con mi suegra (96 años), que se lee el HOY dos veces cada día y está convencida de que el tal coronavirus es una plaga que han traído los que han vuelto de la isla esa de Supervivientes, por comer bichos a los que nosotros no estamos acostumbrados. Y, sin solución de continuidad, abomina a base de bien de los que dejan morir a los viejitos para que no estorben, ni ocupen camas en los hospitales. Bueno está. Pero, a fuer de egoísta, yo ya estoy ilusionado porque mañana tendré que ir a tirar la basura. Y, después, a la compra.  En fin, como decía un compañero, y sin embargo amigo, de la UEx: «Que me tenga yo que reír con la que tengo encima...»

¿Y mi nieta, eh...? ¿Y mi nieta creciendo a lo lejos...? Pues es lo que hay, repito. Hasta que mi corazón apabullado y mis risas de presidiario, no aguanten más sin estar con ella. Y bien es verdad que, cuando eso ocurra, no sé lo que pasará.