martes, 29 de diciembre de 2020

ABUELEANDO IV

 

Mi nieta me está enseñando

a vivir, una vez más,

en una vida imposible

que no pude imaginar:

A regresar siendo el mismo;

a aprender de sus silencios

porque no todo es hablar.

Ella sabe que hay momentos

en que mejor es callar,

y entonces, coge mi mano

y se la acerca a su cara

para que yo la acaricie.

Mientras, me mira a los ojos,

sonriendo,

y acurruca su silencio

y su cabeza

en mirar cómo la miro

y en callar como es callar.

Y los ojos se le achinan

y se juntan con los míos

que, a veces, siente vibrar,

porque solo están pendientes

de no romper a llorar.

Y me cuesta convencerla

de que los abuelos lloran,

cuando menos te lo esperas,

de pura felicidad.

jueves, 10 de diciembre de 2020

MI AMIGO JAVIER

                   (Hoy, 2 de diciembre, que empiezo a escribirte, llevo llorando tu muerte desde ayer, Javier. Y a ver cuando termino de escribir y de llorar)

         Cuando estuvimos juntos por última vez, me di cuenta de que no tenías escapatoria. Tú, siempre comunicativo, irónico, socarrón con los amigos, estabas solo contigo, ausente, distante, absorto, como escondiéndote de ti mismo. E intuí, supe, que te alejabas. No sólo de nosotros: Te alejabas, a tu pesar, de seguir vivo. Me fui de la reunión (y esa fue la última vez que pude verte) convencido de que te sabías ya condenado. Porque lo estabas. Sonreías, sí, pero la tristeza de tu mirada hablaba otro lenguaje y tu silencio me decía adiós con él. A mí me resultó dolorosísimo comprobar los esfuerzos que hacías para que tu risa, ausente y extrañada, disimulara la angustia que, sin duda, llevabas a cuestas. Conociéndote, yo sé que tú lo hacías para no entristecernos. Pero el color cerúleo de tus mejillas y tu delgadez hacían inútil cualquier empeño de escamotear la certidumbre. La tuya, la mía, la nuestra... En fin, tú eras así, Javier. A un paso de la muerte pretendías evitarnos compartir tu dolor. Me recordó la tuya a la actitud callada de mi padre en la semana previa a que muriera, también de cáncer, sentado en su sillón, distante, silencioso, queriendo asimilar la ausencia irreversible de un no estar inminente. Entregado y sumiso ante la nada. Con los pasos ya dados para decir adiós.

         Esta tarde-noche del día 3 de diciembre, mi amigo Masito, alias Tomás Martín Tamayo”, me ha llamado por teléfono y he tratado de explicarle el dolor que me produce que de ti, Francisco Javier Blanco Nevado, sólo me quedarán ya los recuerdos, que nunca más podrá haber abrazos, ni risas, ni silencios compartidos, ni complicidades, ni miradas irónicas, ni ratos juntos en el “Rincón del poeta” del bar del Rectorado de la UEx. A ti ya no te queda nada y a mí, a nosotros, tan sólo la añoranza de saberte, recurso inútil, engaño frágil, triste, mentiroso, para ocultar la muerte, el silencio infinito, la distancia imposible.

         Hay veces en las que me resulta doloroso seguir vivo porque, a pesar de estar acompañado, de saber que soy querido (y por suerte también odiado) me voy quedando cada vez más solo. Y me siento culpable por vivir y, así, tener la posibilidad de sufrir la pérdida de quien dejó de estarlo para seguir queriéndome. A estas alturas de mi vida estoy ya muy cansado de acumular recuerdos, lágrimas y ausencias, de despedir a amigos que ya no veré más. Y mientras desbrozaba estas últimas líneas, surcos en el erial de mi tristeza, me vino a la memoria el poema con el que me despedí, sin que él supiera, de Santiago Castelo. Me lo publicó, de forma exquisita, el HOY, cuando en tiempos felizmente distintos a la oscuridad de los actuales, lo dirigía Ángel Ortiz. Decía yo entonces: «... Se me van mis amigos, / me voy quedando solo / y no sé si, al quedarme, / el que se va soy yo... / Volvió a ganar la muerte, / querido amigo mío, / y me has dejado triste, / llorando canto triste / de triste ruiseñor».

         En cualquier caso, Javier, creo que, escribiendo lo que escribo ahora, me estoy equivocando. Porque estoy seguro de que no es lo que tú esperabas: Tanta lágrima, tanta tristeza, tanto pensamiento lúgubre. No es así, desde tu ausencia, como querrías que habláramos de ti. Tú querrías, como hombre bueno y generoso que eres, y digo eres porque lo sigues siendo aun en la lejanía de tu no estar, tú querrías, digo, que recordáramos las risas, que los vivos siguiéramos en los encuentros y en las tertulias mágicas del bar de Rectorado con Martín, Paco, Lucía, Juan, Manolito, Agustín, tu hermana Luna/Lupe, el Capi..., y tu recuerdo. Y Cele Pajarito y Agustín-tín, detrás de la barra, soportando pacientes nuestras gaitas y chanzas. Tú querrías seguir siendo el mismo entre nosotros, que siguiéramos esperando a que te presentaras incluso siendo ya volandero invisible, melancolía escondida.  Y que nuestro dolor no enturbiara tu alegría, escondida en el aire de todos. Pero eso es muy difícil. Porque nos has dejado más solos, más huérfanos de risas y de guiños, extraños ya de ti... Las lágrimas, ya sabes, también tienen su vida y su razón de ser. Y ellas no se conforman con quedarse dormidas donde quiera que duerman. Ellas vienen de pronto, a su capricho, al aire de tu vuelo, e inundan el momento irreversible que el recuerdo propicia. Y quizás aparezcas, discretamente tenue, viviendo en una de ellas cuando llegue el momento del compadreo en la barra y en la vida escondida.

 Escribiendo estas líneas ando en la sensación de haberte traicionado. Y sin que tengas la posibilidad de que protestes. Aunque sienta tus quejas en cada despertar, en cada sueño sonámbulo que pueda recordar. En mi descargo tengo que repetirte (yo sé que tú lo entiendes, que tú ya lo sabías) que estoy cansado de decir adiós por mi empeño tozudo en seguir siendo. Y, a veces, creo que mis lágrimas por tu muerte vienen de mi egoísmo al sentirme más viejo y más recalcitrante en el vivir. Hablando de tu huida (Jesús Delgado Valhondo, dixit) con mi amigo Masito, alias “Tomás Martín Tamayo”, le pedí un favor, muy difícil y muy simple al mismo tiempo. Un favor que a ti no te pedí la última vez que nos vimos porque estaba convencido de que no podías hacérmelo. Y de que ibas a sufrir más de lo que ya sufrías con tu suerte. Pues le pedí, (chaladuras poéticas, ya sabes) que no se me muriera antes que yo. Porque (qué pesado me pongo) estoy muy cansado de despedir, definitivamente, a gente a la que quiero y,  llegado el momento, de que la vida tan sólo pueda darme el recurso callado de mis lágrimas.

«Yo, que no sé nada, sé que mis ojos están abiertos porque las lágrimas no dejan de caer», decía Samuel Beckett. Y (lo siento muy de veras) no voy a ser yo quien lo contradiga. O quizá sí, quién sabe. En cualquier caso, como he dicho otras veces, llorar y aprovecharnos de los muertos que amamos es la triste ventaja que tenemos los vivos. Qué absurda puede ser la vida en ocasiones, siempre. Qué inútil la poesía. Y qué certeramente dolorosa la muerte y su silencio. Tendré que mantener con vida los recuerdos y, con recuerdos, soportar la vida. Ahora (es noche del día 10) te dejo descansar, que ya me has aguantado suficiente. Cuando nos dé la murria, si quieres, hablaremos de nuevo en este sueño nuestro. Quimérico y callado, no lo dudo, pero nuestro, Javier, amigo mío.