viernes, 10 de enero de 2020

INTERMEZZO


Me asaltan los fantasmas de lo que atrás quedó.
Me duele recordar.
Mirarme en el espejo como si cualquier cosa
y acordarme del daño del silencio,
de las miradas trémulas
que no hallaron respuesta,
del desdén, de la ausencia,
de las lágrimas.
Me asalta la impasible actitud
de mi pasado.
La imposibilidad de remendar errores,
el dolor de lo que fue
y sigue doliendo.

El tiempo, los años, yo, la vida, el alba,
siempre van avanzando
y lo que atrás quedó, allí se queda
sin posibilidad de ser distinto,
sin la oportunidad de rebelarse
y hacer del blanco, negro,
luz de la oscuridad,
silencio del clamor de los silencios.

Me queda la añoranza, refugio improcedente
de ser lo que no fui,
decir lo que no dije,
callar lo que no debí decir,
llorar lo que no supe llorar cuando debía.

La vida, a veces, es tan solo eso,
un silencio interior que se aparece
donde debía haber voz y sentimiento;
una ilusión fallida de ser,
quizá la sinrazón de estar
sin saber cómo ni por qué.
Tal vez, tan solo, acaso sea el absurdo
de creer que vivimos, y vivir
sea otra luz de la que no sepamos nada.
Una luz menos rígida, menos intransigente
de la que ahora ilumina
los pasos y los sueños que dormimos.

Vivir, estar, soñar, ilusionarte
con transformar la nada.
Dormir el sueño de no dormir jamás
y, sin embargo, despertar a diario.
Saber interpretar el absurdo
que supone la luz que no ilumina,
el sol que no calienta,
la noche que derrama su soledad
en rocío. Interpretar la bruma,
olvidar lo imposible,
acariciar la ausencia,
no ser más que un silencio
acurrucado en la cuneta
del tiempo y de la nada.
O acaso ser el hueco de un vacío
que no podrá llenarse
por más que lo intentemos.
Y, no obstante, seguir.

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