viernes, 26 de abril de 2019

ESTACIÓN OTOÑO-NORTE


En el mes de abril del año 2012 tuve ocasión de presentar el poemario Crónicas de Atenas, ganador del XXX  Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, y a su autor, Manuel Jurado López, sevillano de Sevilla desde el año 1942. Pues 7 años después, este pasado martes, repetí la jugada con los mismos protagonistas, digo Manuel, yo y un libro de poesía escrito por él también ganador del Premio Ciudad de Badajoz, aunque esta vez, claro, en su XXXVII edición y titulado Estación Otoño-Norte. Y no es que el autor nos haya cogido al jurado el pan debajo del sobaco o sepa de qué pie estético cojeamos cada cual porque, de entonces acá, los miembros del mismo han cambiado significativamente, a veces por circunstancias tan trágicas y dolorosas como fue la muerte de nuestro Santiago Castelo, a quien sigo recordando emocionado. Y, a mayor abundamiento, porque aunque ambos poemarios tengan calidad suficiente para haberse llevado el premio, son absolutamente distintos en fondo, forma, temática y estructura. Mientras aquél es un libro extravertido que, haciendo un viaje de ida y vuelta sangra hacia afuera, hacia las calles y los habitantes de un país, Grecia, entonces roto y arruinado, el que hoy nos ocupa es un camino de regreso al interior, una hemorragia interna de asombros y reproches, de dudas temblorosas, de preguntas al aire de un hábitat tan frío, tan lejano de un sur perdido en la añoranza, que hace que tiemblen «el pulso del poema, el hueso de cristal de la nevada y la raíz secreta de las palabras», mientras la noche es una sombra persistente, un manto de extrañeza y de nostalgia,  «y la luna, detrás de los fiordos... un pan redondo y seco».

Manuel Jurado es hombre polifacético, (maestro de escuela, profesor de instituto, traductor, conferenciante, crítico literario, antólogo...), y cuenta en su haber con un medallero de premios literarios bien tupido que van del San Juan de la Cruz al Buero Vallejo, pasando por los dos Ciudad de Badajoz o el Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, además de escritor políglota, polivalente y prolífico, con más de 50 títulos de poesía, novela, relatos, teatro y literatura infantil y juvenil publicados. Y por seguir con el prefijo poli aventuro que él, para titular su libro, juega con la polisemia de la palabra estación y aúna dos de sus significados (tiempo y tren) para bautizarla Otoño-Norte. Si quisiéramos rizar el rizo, y yo sí quiero hacerlo, también deberíamos tener en cuenta que otoño y norte son, asimismo, polisémicas. Porque otoño, ¿la tomamos en su 1ª acepción como «estación del año que, astronómicamente, comienza en el equinoccio del mismo nombre y termina en el solsticio de invierno», o acaso en la 4ª, como «período de la vida humana en que ésta declina de la plenitud hacia la vejez»? Y norte, ¿es «punto cardinal situado al frente de un observador a cuya derecha está el este» o, más bien,  «guía, punto de referencia, meta u objetivo»?  Afortunadamente, creo que todo buen libro de poesía tiene un poema que marca el ritmo de su sangre: él es el corazón que impulsa y aclara y tonifica los vericuetos del pálpito que late entre sus páginas, el que da plenitud a los silencios y abre paso a la asunción de nuestros asombros. Es como un buen lazarillo, amigo y fiel, que nos llevara de la mano cuando, cegados por la luz y el desconcierto, no nos vemos capaces de emprender el camino que nos lleva a la agitación o a la ternura. Yo lo he encontrado en el titulado Viaje que, además de cumplir con todo lo anterior, me parece que resume, con una contundencia ciertamente hermosa, ese batiburrillo de significados del que antes hablaba:

Siempre es tarde. Siempre es demasiado tarde
para llegar a la estación Otoño-Norte
y sacar un billete al olvido
o al bar de la esquina o a la boca
de la mujer que nos quiso besar.

Siempre es tarde. Siempre es demasiado tarde
para colocar la maleta junto a la ventanilla
y contemplar el paisaje que llega y huye
o cuando huimos del paisaje que permanece
y nos despide.

Tarde, demasiado tarde para abrir el periódico
del día que nos advierte que vamos a salir de viaje
tan pronto como lleguemos tarde
a la estación Otoño-Norte.


«Estación Otoño-Norte» o, quizá, la estación Otoño-Norte es un rompecabezas de sensaciones encontradas, de extrañamiento adrede, de soledad impuesta por la distancia, el desarraigo, el hielo, la desnudez del alba. A veces resulta complicado encontrar la ligazón entre un poema y otro o, quizá, el enlace entre un tren y otro, que ya no sé yo. Ni falta que hace encontrarlos, al menos en lo que a poesía se refiere, porque ella es lo que es, unas veces aguacero y otras lluvia serena y persistente. A menudo, una mezcla caótica y fructífera de vado y torrentera. Y el poeta tan solo un mensajero, con frecuencia inconsciente y sorprendido, de sentimientos que, a pesar de ser suyos, no siempre es capaz de explicárselos y, por tanto, de explicárnoslos. Se limita a ofrecernos la corazonada del absurdo; la emoción amarga del frío; la carencia de un nombre; el olor de las risas que se pierden; la ilusión de una mirada; el tacto de una piel desconocida; las páginas amargas de un libro interminable de injusticias; el repentino hallazgo «de una mota de polvo que flota en el ala de una sílaba»; el convencimiento de que «morir con espinas de rosas en las manos es una buena muerte» o, por fin, la necesidad vital de encontrar un ornitólogo que consiga entender y le traduzca el canto de los pájaros daneses, que debe de ser tremendamente adusto. Otras veces, cansado y solitario, solo busca una brizna de alivio al imposible cierto de saber que «siempre es tarde. Siempre es demasiado tarde / para llegar a la estación Otoño-Norte». La verdad es que yo no sé si desearle, o mejor no, que un día llegue a tiempo de coger el tren.



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