domingo, 14 de abril de 2019

«YO NO QUIERO DORMIRME»


En el mes de abril del año 2017, publiqué en estas páginas que acogen mis desvaríos un artículo titulado Morir solo. En él hablaba de José Antonio Arrabal López, enfermo de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) diagnosticada en agosto de 2015 y en ese momento en fase terminal,  que decidió suicidarse ingiriendo pentobarbital, un barbitúrico que adquirió en la red y generalmente utilizado en la actualidad para la eutanasia veterinaria. En él me hacía muchas preguntas... Todas siguen hoy sin respuesta. Y todas estarían respondidas, con mayor o menor fortuna, si ya existiera en España una ley que regulara la eutanasia y el suicidio asistido. Una ley que permitiera, a quienes prefieren morir a seguir viviendo una existencia degenerada por la crueldad dolorosa de una enfermedad irreversible y letal, no tener que actuar como cazadores furtivos de su descanso. Pero aquí seguimos, en esta España lastrada todavía por el poso de una moralidad cutre e impregnada de incienso, prestando oídos sordos a la voluntad y los deseos del moribundo y haciendo del sufrimiento evitable e innecesario un requisito obligado para la muerte. Me parece monstruoso. Y cruel. Y alejado de cualquier justificación moral o humanitaria.

Nuestros políticos, que desde el caso de Ramón Sampedro han tenido 21 años para intentar resolver el asunto, siguen a lo de siempre, más atentos a los mezquinos estudios contables de las urnas que les resuelvan la vida a ellos, que a tratar de aliviar el sufrimiento de sus votantes o, cuando menos, de calmar sus ansias. Así, una ley que en junio del pasado año fue admitida para su tramitación en el Congreso, quedó estancada (y en ese limbo sigue) debido a los culebreos por activa y por pasiva, respectivos e interesados, del Partido Popular dilatando los plazos para la presentación de enmiendas y de Ciudadanos interpretando a un don Tancredo aprovechado y consentidor de tales retrasos. El final de la legislatura y la convocatoria de estas elecciones actuales de nuestros tormentos, acabó de rematar la estrategia dilatoria. Ya ven, esa es la autoridad moral de nuestros próceres.

Ahora, en este interregno democrático en el que la inanidad de los parlanchines se hace más palmaria, en el que reinan las palabras huecas y las promesas falsas, las poses estudiadas y la mercadotecnia partidista, ha habido un nuevo caso que ha dado un baño de realidad al mundo etéreo y falso en el que viven los que, a fin de cuentas, aspiran a dirigir nuestras vidas y nuestras haciendas, a los que se creen con derecho a ser los encargados de autorizar o no nuestras muertes e, incluso, llegado el caso, a dar legalidad a nuestra manera de matarnos, a nuestras ansias  de huir hacia la nada y el silencio sin tener que hacerlo en soledad y a escondidas. María José Carrasco, enferma terminal cansada de sufrir sin esperanza, quiso encontrar en su muerte la tranquilidad de acabar con 30 años de suplicio, un último y definitivo alivio a su dolor sin sentido. Postrada e imposibilitada para hacerlo, ha sido su marido, Ángel Hernández, quien ha acercado a sus labios el vaso que contenía el pentobarbital que acabaría con su vida y su padecimiento.  Las imágenes filmadas antes de su final, profusamente difundidas estos días por la prensa y las cadenas televisivas, constituyen un documento desgarrador que junto  al dramatismo de la situación nos hace ver la firmeza contundente de María José en su decisión («Yo no quiero dormirme, quiero morirme. Cuanto antes, mejor»), al tiempo que nos convierte en testigos del dolorosísimo sacrificio de Ángel ayudando a morir al amor de su vida: «María José ya estaba muy harta de su situación porque estaba sufriendo mucho y ha decidido suicidarse. Ha sido esta mañana y la he ayudado yo porque ella no podía con sus manos y yo le he prestado mis manos», explicó, con voz entrecortada, en su llamada al 061.

 Por si tanta tragedia no fuera suficiente, en este país que tanto gusta de lo estrambótico con frecuencia sale a la palestra algún funambulista dispuesto a rizar el rizo de lo incomprensible. Y esta vez ha sido la jueza encargada del caso, titular del Juzgado de Instrucción número 25 de Madrid, que se ha inhibido del mismo, dizque al interpretar según su leal saber y entender una sentencia del TS, y pretende que José sea juzgado por un tribunal de violencia contra la mujer, o de violencia machista, o de violencia de género o como quiera que se llame. Pone así la guinda absurda de la humillación y del insulto a un pastel ya profundamente amargo. En fin, la rigidez burocrática, refugio tantas veces de individuos negligentes, torpes o medrosos, abre con frecuencia una puerta que nos lleva directamente a la alucinación y al disparate más pasmoso. Y siempre con el administrado como víctima, claro. Pues eso.

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