El pasado 12 de enero, Tomás Martín Tamayo, publicó en estas
páginas un artículo titulado Objetivo ‘clinc,
clinc’. En él nos hablaba de la exhibición impúdica y asquerosa que algunos
y, sobre todo (digo yo), algunas integrantes del circo patrio hacen,
fundamentalmente en programas televisivos, de sus enfermedades y desdichas, reales
o inventadas, tras el preceptivo paso por caja, motivo exclusivo éste de sus espurias
confesiones mediáticas. Y enfrentaba la ruindad de estos mercaderes y, sobre
todo (digo yo), estas mercaderas de miserias a la dignidad de otros personajes
que, a la hora de dar a conocer sus males, solo les mueve la generosa intención
de intentar ayudar, por empatía, a quien esté pasando por el mismo trago. Por
si acaso el hecho de saber que este cantante o aquella actriz sufren nuestra
misma situación y lo comparten con naturalidad y sin complejos, nos sirve para
que la asimilemos mejor y nos enfrentemos a ella con más entereza.
Pero, qué fue antes, ¿el huevo de la
indignidad de vender o el ansia de la gallina por comprar? Y otrosí digo, ¿el
morbo de esta audiencia mentecata y alienada, devoradora de caspa televisiva,
es innato o producto de una programada (nunca mejor dicho) y pertinaz labor de adocenamiento
llevada a cabo por los medios que producen dicha caspa? Pues no lo sé y bien poco me importa. Quizá,
de inicio, se juntara el hambre con las ganas de comer y la situación deleznable
que ahora padecemos tuvo su génesis en un Big Bang inevitable de cochambre
oscura, producido por la interacción de todas esas circunstancias, confluyentes
y complementarias, que se alimentan unas de otras en un perfecto ejemplo de
simbiosis excrementicia en la que todos ganan algo. No así el hábitat que ocupan
y al que parasitan sin misericordia que, por la acción de estas sanguijuelas
insaciables de fama, de audiencia, de beneficios o de idiotez, está cada vez
más árido y escaso de valores educativos y de cultura. Las cadenas televisivas
de esa España simple y papanatas que ellas representan me parecen, salvo alguna
excepción estadísticamente despreciable, infames, zafias y patosas. Y si no son
únicas culpables de la falta de criterio y de espíritu crítico de quienes las
siguen, sí son, sin duda, colaboradoras necesarias de su aborregamiento inane,
de su credulidad analfabeta, de ese afán enfermizo de regodearse en la sordidez
que ellas promocionan.
La fórmula es bien sencilla: Se
empieza por reunir una caterva de pedorros y pedorras sin oficio conocido que no
sea el de exhibir un apellido más o menos famoso o relacionado con él por vía
uterina o extrauterina, y darles cancha y euros para que nos ilustren, por
ejemplo, sobre sus amores, sus odios, sus cuernos viajeros, sus penas, sus
alegrías, sus fracasos, sus triunfos, sus problemas de erección o sus coitos
consumados. Después, una pandilla de ‘profesionales’, igual de impresentable
que la anterior pero con ínfulas intelectualoides de sabihondos, se dedica a
opinar sobre lo que aquellos han dicho o hecho o dicen que han hecho. Y así la
rueda maquiavélica gira y gira y sigue girando que se las pela de lunes a
viernes, como poco. Hay una cadena a la que le he contado, digo a vuela pluma, 15
programas que siguen el esquema de ese patrón, ya sea aportando situaciones o noticias
u opinando sobre ellas. A ojo de buen cubero, entre 60 y 80 horas semanales de
matraca coprológica. Lo cual que estos trileros obscenos de la comunicación han
superado aquello de que si no hay noticias, se inventan. Porque no las
inventan, solo le dan categoría de tales a las paridas de esa panda amorfa de mamarrachos,
con lo que transforman la información en deformación al tiempo que fomentan el
sensacionalismo más malsano. Y vistos los índices de audiencia, hay muchos que entran
al trapo y se regodean en él con fruición. Pues, bueno, ellos sabrán. O no.
La guinda amarga de este amargo
pastel, por ahora, ha sido la cobertura de la muerte de Julen y las labores de
rescate de su cadáver. El programa especial que una de estas cadenas emitió la
tarde-noche del desenlace, tras varios días monotemáticos de regodeo en la
desgracia, fue una versión cutre y cochambrosa de El gran carnaval de Billy
Wilder, con el protagonismo añadido de una suerte de papa Clemente de opereta, ubicuo, egocéntrico y tan megalómano que
ha creado su propia iglesia (la Iglesia Evangélica Ministerio Juan José Cortés), que se erigió, a
golpe de vigilia, micrófono y entrevistas, en la estrella oscura de este siniestro
carnaval. En cualquier caso, nada nuevo en lo que a la perversa praxis
televisiva se refiere. Lo vienen haciendo desde años atrás, de ‘Las niñas de
Alcácer’ a Laura Luelmo, con el
beneplácito y la complicidad pasiva de buena parte de nuestra sociedad. Por
desgracia el cuerpo del pequeño Julen
estaba al final de un pozo, a 70 metros bajo tierra, sumido en la oscuridad. Sin
embargo la zona oscura más sucia y más indecente estaba en la superficie,
rodeada de focos, micrófonos y cámaras... Y ganando en audiencia, claro.
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