sábado, 19 de enero de 2019

DISCULPEN LA TORPEZA


A medida que voy cumpliendo años, más sufro la constancia de mis muertos. De quienes quise tanto como para sentirlos míos: Mi melliza, mis padres, mis amigos, Jesús... Jamás los he olvidado. Imposible olvidar un trozo de mi vida desgajado, un pedazo de tiempo que se duerme en el limbo de ese nunca jamás que es el ayer. Quiero decir (disculpen la torpeza de mi ensueño) que, cada día, la cadencia callada del recuerdo incrementa su ritmo al compás del anhelo de mis horas. Apenas sea una luz, aquel olor inmóvil, la sutil emoción de la mañana, el reflejo imprevisto de una voz, de una risa en mis manos, el ambiguo quizá de una ilusión que se quedó esperando en una esquina triste desolada, o el ademán de un caminante absorto que se cruza conmigo sin saberlo y el batir de sus brazos o la manera de acompañar sus pasos al vaivén de sus hombros me conturben, para que mi memoria, sin saberlo, me despierte los gestos, la voz, la luz, la risa o la ilusión de aquel que ya murió y me dejó más solo, más conmigo.

No sé si esta obsesión de revivir huidas es un aprendizaje que la vida me ofrece, cercano a la vejez, para que vaya acostumbrándome a ser también ausencia (¿de mí mismo?), o es tan solo un fingido recurso de poeta para escribir el diezmo que debo a los que viven y me quieren sabiendo lo que hacen. Hay algo de silencio y de presencia en esta situación, un tanto absurda, de ir buscando añoranzas por las calles. Y son mis huesos, heraldos inocentes de un mañana impreciso, los que en las madrugadas duelen desaprensivamente. Tal vez quieran decirme, en su lenguaje tosco y descarnado, que siguen sosteniendo mis miserias. Mientras, mi corazón, como si no tuviera bastante con latir cada día para hacerme vivir, se empeña en idear latidos imposibles que regala al silencio de todo el que se fue huyendo de la vida y de mi vida para no volver nunca. Como si mi tristeza repentina precisara de excusas diferentes a la orfandad que el tiempo va dejando en el camino.

Esta tarde de siempre en la que escribo viene con una claridad desvencijada. Propensa al desconsuelo, se acurruca en silencio mientras espera un gesto de ternura que yo no puedo darle. Soy un mal compañero de aflicciones. Debería estar con ella y no palabreando a trompicones estas líneas nubladas de nostalgia. Pero estoy con mis muertos y su obsesión eterna (disculpen la torpeza, quise decir la mía) de poder descifrar el horror de la nada. Cautivos del vacío, no pueden escapar de la intrusión que los vivos hacemos en su mundo. Pero nos necesitan para intentar ser algo. Por eso nos aguantan que alteremos recuerdos, dulcifiquemos tiempos, mezclemos situaciones, vayamos desnortados añorando imposibles, incluso que soñemos que volvemos a verlos y a hablar y reír con ellos. Y poco les importa (más bien no les importa nada) el despertar amargo que tengamos después de haber soñado que estábamos de nuevo como antes. No es que sean egoístas, es que no sienten. Es que ellos son nosotros y esta vinculación, tal vez, su infierno.

La tarde se ha hecho noche entre estas líneas. La casa está en silencio (quizá no sé escuchar su algarabía). Digo la casa de mis padres donde ahora estoy, apenas 5 años, cenando una sopa de arroz. Después habrá croquetas de carne de cocido. Y de postre, natillas con galletas. Mi melliza me mira, me está hablando y yo la veo igual que la veía pero no logro oír lo que me dice. Ni puedo distinguir si es verano o invierno. Tengo puesto un pijama, chaqueta y pantalón, de cuadros grises. Veo la mesa y el hule verde con ribetes en una toma cenital que la añoranza, con un zum que utiliza para acercar tan solo el tiempo y no la imagen, enfoca a su libre albedrío. Distingo el mostrador, su cristalera, el frigorífico Westinghouse detrás de mí, el mueble marrón, largo, refugio de tebeos, a mi derecha. Y entonces vuelvo en mí con un respingo. Las dos perras sentadas a mi lado me miran como si supieran. La tele puesta y mi santa conmigo, a mi costado. Y yo, después de haberme atiborrado de sopa, de croquetas y  natillas, acaricio su cara y le pregunto con esa frase típica que le revuelve tripas y neuronas: “ Cariño, ¿qué hay de cena?”. Y es que ya sabes, primo: Si no chincho, reviento.

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