sábado, 5 de enero de 2019

LA MÚSICA Y MIS SUEÑOS


      
Erbarme dich, erbarme dich, mein gott... Norma Procter imploraba, incansable,  piedad a dios. Y yo no la sabía. Pero me daba igual. La escuchaba cantar, acurrucado en mi cama en aquellas horas de siesta en las que el tiempo se quedaba suspendido en la placidez de una infancia feliz, al compás que vivía la inquietud conmovedora de una música en la que la palabra, incomprensible, acompañaba los latidos de mi corazón como una madre buena que abriera mi inocencia a la ternura, a la turbación de un sentimiento que resultaba imposible de explicar. Los sueños y la tarde se alargaban y vivían la quimera de seguir siendo siempre. Y entonces yo anhelaba que esos sueños vinieran a dormirse al amparo implorante de mis manos. Y que la tarde siguiera su camino viviendo en la lenta inquietud de aquella aria que sentía solo mía. Y que su magia desconcertante siguiera acompañándome hasta hacer inmortal la ilusión de su enigma.

El tiempo se suspende cuando escucho la música de un ayer que es mi hoy y será un siempre propio. Y ahora que escribo, escucho. Y siento que los años son, apenas, un suspiro inaudito, cósmica maldición de unos dioses absurdos, egoístas, que empañan las ausencias y la espera, los llantos y la risa, el recuerdo, la dicha de vivir y la esperanza. Y que matan. Mi refugio es la música, que me abraza como un origen dulce y comprensivo que no me exige nada y que todo me ofrece. Un misterio insondable que me envuelve el corazón y al tiempo lo aplaca y lo apabulla. Él, absorto en la rutina del latido, comprende y se doblega a que ella se acomode en ese territorio que ahora ha conquistado y exhibe como suyo. Impotente, entregado, la deja sumergirse en los adentros que nada, nadie, ni siquiera él mismo, por acostumbrado que esté a palpitar en los adentros de la vida, podrá conocer nunca. Y ya, por fin, rendido, enamorado de la intrusa que vino a trastocar el ritmo cotidiano de sus pasos, se siente prisionero de su ensueño. Y claudica.

Mi casa, el hogar de ese entonces, estaba hecha de música. Y cada habitación disfrutaba de una banda sonora independiente que cambiaba según quién la ocupara. No encuentro en las rendijas que los años han abierto en mis venas y en  la piel de mis pasos, ni entre todas las ausencias de un entonces que vuelve y me nubla los ojos, la capacidad de agradecer lo suficiente, a los que están y a los que ya se fueron, la generosidad de haberme hecho su esclavo. Esclavo y sin embargo, libre, con la libertad que ahora mismo, tan dócil y entregado, me da la capacidad de volver a ella para que me acompañe cuando no hay nada ni nadie que pueda hacerlo. Con el convencimiento de que es el refugio en el que encuentro la compañía que sólo ella puede darme. Con la seguridad de saber que siempre estará ahí  para acompañar mis sueños, para consolar mis angustias, para recibir mis lágrimas y alegrarse con mis alegrías. Y porque reconozco su paciencia y sé que ella siempre aguarda generosa, callada hasta el encuentro, a que yo vuelva a necesitar de su entrega y de su compañía. La música es como un perro fiel que está entregada a un dueño engreído que, sin embargo, es tan solo prisionero de su fidelidad.

Y ahora que digo esto me asalta la ilusión de que acaso el camino sea a la inversa. Y de que sea la música, quimera indócil viva en los recuerdos, la que, sintiéndose sola, baldía, tal vez destartalada u olvidada, me pida explicaciones y me envuelva, siempre prudente y tierna, con la alerta invisible de un recuerdo. Para que yo la escuche, intuya lo que quiere o atienda sus demandas de compañía y abrigo. O beba de sus ojos lágrimas de silencio que le escuecen. Y si voy no sé dónde ni sé cómo y una melodía me asalta de repente, no sea porque me venga a la memoria de buenas a primera, sino porque esa música, cansada de esperarme, ya no aguantaba más mi lejanía y se incrustó en mi alma. Y encontró compañía mientras me acompañaba. Y caminó mis pasos mientras yo caminaba.

Yo soy mi corazón. La música me obliga a enfrentarme a mí mismo y me empuja a saber a quién me enfrento cuando lo hago conmigo. Así, hay veces que deambulo por las calles acompañado del runrún de mí mismo, canturreando ausencias y presencias. Camino con mis monstruos por las calles con el afán absurdo de saberme. Y descubro silencios que me cantan momentos olvidados que de pronto renacen entre adoquines mustios o personas que se cruzan, distantes, con mi ausencia escondida. O me topo con otras que esperan resignadas en una cola indigna lo que no podrán darle: un trabajo, una vida feliz, una ilusión perdida... O esa tranquilidad de vivir triste que alguna gente tiene.

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