Erbarme dich, erbarme dich, mein gott... Norma
Procter imploraba, incansable, piedad
a dios. Y yo no la sabía. Pero me daba igual. La escuchaba cantar, acurrucado en
mi cama en aquellas horas de siesta en las que el tiempo se quedaba suspendido
en la placidez de una infancia feliz, al compás que vivía la inquietud conmovedora
de una música en la que la palabra, incomprensible, acompañaba los latidos de
mi corazón como una madre buena que abriera mi inocencia a la ternura, a la
turbación de un sentimiento que resultaba imposible de explicar. Los sueños y
la tarde se alargaban y vivían la quimera de seguir siendo siempre. Y entonces yo
anhelaba que esos sueños vinieran a dormirse al amparo implorante de mis manos.
Y que la tarde siguiera su camino viviendo en la lenta inquietud de aquella aria
que sentía solo mía. Y que su magia desconcertante siguiera acompañándome hasta
hacer inmortal la ilusión de su enigma.
El tiempo se suspende cuando
escucho la música de un ayer que es mi hoy y será un siempre propio. Y ahora
que escribo, escucho. Y siento que los años son, apenas, un suspiro inaudito, cósmica
maldición de unos dioses absurdos, egoístas, que empañan las ausencias y la
espera, los llantos y la risa, el recuerdo, la dicha de vivir y la esperanza. Y
que matan. Mi refugio es la música, que me abraza como un origen dulce y comprensivo que no me exige nada y que todo
me ofrece. Un misterio insondable que me envuelve el corazón y al tiempo lo aplaca y lo apabulla. Él, absorto en la rutina del
latido, comprende y se doblega a que ella se acomode en ese territorio que
ahora ha conquistado y exhibe como suyo. Impotente, entregado, la deja sumergirse
en los adentros que nada, nadie, ni siquiera él mismo, por acostumbrado que
esté a palpitar en los adentros de la vida, podrá conocer nunca. Y ya, por fin,
rendido, enamorado de la intrusa que vino a trastocar el ritmo cotidiano de sus
pasos, se siente prisionero de su ensueño. Y claudica.
Mi casa, el hogar de ese entonces, estaba
hecha de música. Y cada habitación disfrutaba de una banda sonora independiente
que cambiaba según quién la ocupara. No encuentro en las rendijas que los años
han abierto en mis venas y en la piel de
mis pasos, ni entre todas las ausencias de un entonces que vuelve y me nubla
los ojos, la capacidad de agradecer lo suficiente, a los que están y a los que ya
se fueron, la generosidad de haberme hecho su esclavo. Esclavo y sin embargo,
libre, con la libertad que ahora mismo, tan dócil y entregado, me da la
capacidad de volver a ella para que me acompañe cuando no hay nada ni nadie que
pueda hacerlo. Con el convencimiento de que es el refugio en el que encuentro la
compañía que sólo ella puede darme. Con la seguridad de saber que siempre
estará ahí para acompañar mis sueños, para
consolar mis angustias, para recibir mis lágrimas y alegrarse con mis alegrías.
Y porque reconozco su paciencia y sé que ella siempre aguarda generosa, callada
hasta el encuentro, a que yo vuelva a necesitar de su entrega y de su compañía.
La música es como un perro fiel que está entregada a un dueño engreído que, sin
embargo, es tan solo prisionero de su fidelidad.
Y ahora que digo esto me asalta la
ilusión de que acaso el camino sea a la inversa. Y de que sea la música,
quimera indócil viva en los recuerdos, la que, sintiéndose sola, baldía, tal
vez destartalada u olvidada, me pida explicaciones y me envuelva, siempre prudente
y tierna, con la alerta invisible de un recuerdo. Para que yo la escuche, intuya
lo que quiere o atienda sus demandas de compañía y abrigo. O beba de sus ojos lágrimas
de silencio que le escuecen. Y si voy no sé dónde ni sé cómo y una melodía me
asalta de repente, no sea porque me venga a la memoria de buenas a primera,
sino porque esa música, cansada de esperarme, ya no aguantaba más mi lejanía y
se incrustó en mi alma. Y encontró compañía mientras me acompañaba. Y caminó
mis pasos mientras yo caminaba.
Yo soy mi corazón. La música me
obliga a enfrentarme a mí mismo y me empuja a saber a quién me enfrento cuando
lo hago conmigo. Así, hay veces que deambulo por las calles acompañado del
runrún de mí mismo, canturreando ausencias y presencias. Camino con mis
monstruos por las calles con el afán absurdo de saberme. Y descubro silencios
que me cantan momentos olvidados que de pronto renacen entre adoquines mustios
o personas que se cruzan, distantes, con mi ausencia escondida. O me topo con
otras que esperan resignadas en una cola indigna lo que no podrán darle: un
trabajo, una vida feliz, una ilusión perdida... O esa tranquilidad de vivir
triste que alguna gente tiene.
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