sábado, 15 de marzo de 2014

DEL HORROR Y LAS MISERIAS

A pesar de los diez años transcurridos, el horror sigue ahí. Como un recuerdo pegajoso y gris, como una tupida tela de araña que rodea el corazón y hace revivir la angustia. José María Fernández, profesor titular de literatura española, ahora jubilado, de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, burgalés, magnífico articulista, Quijote contra la dictadura lingüística catalana y crítico incansable del nacionalismo mezquino y excluyente (valga el pleonasmo) que estilan los torpes políticos (valga un segundo pleonasmo) que gobiernan allí, con el que sigo relacionado vía Internet, me había invitado a participar en unas jornadas de literatura organizadas por su Departamento. Yo debía intervenir el día 10 de marzo, con una conferencia sobre poesía social en Extremadura, de manera que llegué el 9 a Tarragona con la intención de volverme el mismo día 10 en tren nocturno hasta Madrid para, en la estación de Atocha, embarcar en el Talgo la mañana del 11 y llegar a Badajoz ese día a la hora de comer. Pero, afortunadamente, a última hora decidí cambiar el billete,  y dormí el 10 en Tarragona, saliendo para Madrid a las ocho y algo de la mañana siguiente que lucía espléndida y soleada. La tragedia allí ya había explotado, pero todos en el tren lo ignorábamos.

Yo, en aquel tiempo, tenía un teléfono móvil prehistórico que se apagaba cuando mejor le parecía y en los momentos más inoportunos, que sonó al poco de arrancar el tren. Era Martín, compañero (este sí) de la Uex. Él me dio una primera noticia, todavía confusa y mínima de la catástrofe. Me costó creerlo. Y me maldije por haber metido en la maleta, y no en la cartera de mano, el pequeño transistor que siempre me acompaña en mis viajes y que podría haberme mantenido informado. A trancas y barrancas conseguí comunicar con mi familia, que ignoraba mi cambio de planes y me suponía en medio de la sangre. Entretanto, al compás de una mañana que se tornaba cada vez más plomiza en nuestro interior a medida que íbamos conociendo más detalles del terrible suceso, el tren avanzaba indiferente. Paró en Zaragoza y de allí no pasó. El resto del viaje lo hicimos en autobús, inmersos en un silencio rotundo que nos unía sin conocernos. Poco podíamos imaginar que aquel desconsuelo unánime sería un espejismo que duraría apenas veinticuatro horas.

Porque la actuación que tuvo la clase política española a partir del día 12 de marzo, e incluso desde el principio, fue un repugnante amasijo de miserias al que no fueron ajenas las terminales mediáticas adscritas, correas de transmisión necesarias para emponzoñar el ambiente, alentando bulos y pontificando elucubraciones. Con la vista puesta en las elecciones que se celebrarían tres días después, éstos y aquéllos sólo se dedicaron a contar votos mientras los familiares contaban muertos. Muertos que lo eran doblemente al ser, primero, asesinados por los terroristas para, después, ser rematados por la acción despreciable y mezquina de políticos y voceros. Al final, las víctimas, que deberían estar unidas en lo que de único y neutro tiene el dolor de la pérdida, acabaron separadas, si no enfrentadas, por culpa de intereses que asumieron como propios cuando sólo eran cálculos espurios de una partida de inmorales. Jamás podré perdonarles, ni a los unos, ni a los otros, socialistas y populares, el daño que nos hicieron y la brecha que abrieron en una sociedad, la nuestra, que debía ser una contra los asesinos. Sé que personalizar este dislate, esta repugnante manipulación, tiene su cuota de injusticia. Pero esas son las servidumbres de liderar mezquindades, el castigo, siquiera ínfimo y personal, que debe aplicarse a los injustos. Por un lado a José María Aznar, encaramado en sus desvaríos egocéntricos, recalcitrante en sus obsesiones etarras, en su chaladura californiana; por el otro a Rubalcaba, moviéndose a sus anchas en la intriga y la manipulación, promoviendo asaltos intimidatorios y hablando de las mentiras de los otros olvidándose de las suyas. Y mientras tanto, al compás de sus vómitos y de su estrechez moral, las lágrimas del sufrimiento, que deberían ser sólo agua salada y transparente, se iban tornando de distinto color.


Han tenido que pasar diez años para que el sufrimiento adquiera sosegada razón de naturaleza y los muertos sólo tengan el color de la ausencia. Diez años ha costado reparar el daño que nos hicieron estos botarates. Tanto es así que lo más destacado de la informaciones publicadas sobre el reciente funeral oficiado en La Almudena no ha sido la sinrazón del daño de tanta muerte absurda, ni lo injusto del sufrimiento indiscriminado, ni la conmoción inasumible del dolor repentino, ni la angustia de todos los corazones que latíamos al compás del padecimiento de los que más lloraban, sino el hecho de que acudieran juntas las asociaciones de víctimas antes distantes. Diez largos años de lágrimas y de recuerdos para que la grieta que abrieron, al compás del destrozo de las bombas, empiece a cicatrizar. Ni Aznar ni Zapatero asistieron a él. Ni puta falta que hacía.

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