domingo, 10 de mayo de 2020

CONFINAMIENTO Y SENTIDO DEL HUMOR


En las semanas sufridas de confinamiento puro y duro, he pasado por todos los estadios anímicos que puedan figurar en los libros de Psicología y Psiquiatría que en el mundo son. Si pudiera representarlos gráficamente, la línea quebrada no sería la renombrada ‘de dientes de sierra’, a no ser que la sierra fuera, según en qué momentos, tan apocalíptica y vertiginosa como la dejada en un sismógrafo por el zurriagazo de un terremoto superior al de Valdivia de 1960. De modo que, por buscar referencias, el pico más alto alcanzado por ella, producto de una euforia no diré que impostada pero sí, al menos, inducida por el ansia de normalidad, con suerte llegaría a la cima del Pico Almanzor. Aunque lo habitual haya sido («pa qué lo desniego», que diría Cantinflas) que estos encumbramientos más que esporádicos no superaran la altura del Cerro de Reyes. El pico bajo, menos esporádico, más sañudo, estaría codeándose, en momentos puntualmente destartalados, con la Fosa de Las Marianas. Un desastre, vaya. O casi. Y es que no creo yo que, en mi vida, haya tenido días tan continuados de un desajuste emocional como éste, tan contradictorio, tan imprevisible, tan estupefaciente.

            Sin embargo, todo este lío asqueroso y desconcertante no ha conseguido que mi sentido del humor, bien es verdad que a veces acompañado por un sentimiento de culpa por su improcedencia, me abandone. Y, así, en vez de sufrir con determinadas situaciones vividas o con los comportamientos abstrusos de nuestros próceres, que también, me he recreado en la idiotez de unas y otros y me he reído, no sin cierto remordimiento, de su patetismo impostado. No obstante, en este último caso, para intentar mantener un mínimo de ecuanimidad en la lectura de periódicos y quedarme con lo que cada cual dice sin tener que aguantar sus caras, sus voces roncas o atipladas, sus gestos teatrales o su solemnidad vacua, hace ya días que no veo en televisión las comparecencias puntuales de unos o de otras, porque ahí sí que se me corta la leche, que estoy ya de poses mayestáticas, uniformadas o no, hasta los mondongos ‘nariceros’, primo.

           
Tengo que confesar que el domicilio que figura en mi DNI no es en el que vivo. Hace ya más de 20 años que nos mudamos pero, fundamentalmente por dejadez, no lo he cambiado y sigo censado en una dirección que ni de coña. Esto me ha llevado a tener ciertos inconvenientes cuando, inaugurado el Estado de Alarma, hube de explicar a la Policía Local y Nacional o a la Guardia Civil, en las cuatro o cinco ocasiones en que me hicieron parar en sus controles, que yo vivía donde vivía y no donde decía mi DNI. El protocolo se fue endureciendo de manera que, si en el primer control continué sin problemas, en el último tuve que ir a casa a imprimir la documentación que confirmara que no mentía, para que fuera visada por el jefe de la patrulla. Él me sugirió que con una factura de la luz sería suficiente pero yo, por si las moscas y con un punto añadido de retranca, lo apabullé aportando copia de mis datos tributarios donde figuraba mi domicilio fiscal; relación de facturas de electricidad de los 12 últimos meses; ídem del teléfono fijo; recibo anual de mi apartado de correos; la última factura del vaciado y limpieza del pozo séptico; copias de los cinco últimos recibos del IBI... La verdad es que él intentó parar la avalancha de documentos, pero no pudo dada mi insistencia de puto jubilado terco. Cuando me los devolvió me indicó, con gesto adusto y un retintín más bien seco, que los guardara en la guantera del coche, que fue lo que hice. Y ahí siguen a disposición de la autoridad que haya menester.

           
En todas las paradas la fórmula protocolaria para dirigirse a mí y, me imagino, al resto de los mortales masculinos incluía, en ocasiones de forma sobrecargada, la palabra «caballero». Siendo así que comencé a sentir tal repelús por la palabrita de marras que, cuando la oigo, se me erizan hasta los pelos que ya no tengo. Y el broche de oro para que esta aversión se haya hecho irreversible se produjo a los pocos días del papeleo anterior cuando, tras tirar la basura, daba de comer a los gatos que pululan en sus contornos. Estando agachado en la faena, con el culo en pompa, siento que un coche entra en el camino de la urbanización por mi retaguardia. Y, de improviso, la pregunta: «¿Tiene usted algún problema, caballero?». Cuando oí la palabra maldita, estuve a un tris del soponcio. Pero al final, con actitud sumisa de ignorante, me libré de la denuncia que, según me dijo el guardia, conllevaba el hecho de dar de comer a gatos ajenos en las circunstancias en las que estábamos. Sin embargo, la palabra ya quedó cincelada en mi cacumen de manera angustiosamente indeleble y para siempre. Tan es así que, a los pocos días, yendo por el pasillo de un hipermercado con mi carrito, oigo a mis espaldas: «¿Me permite, caballero?». Pegué tal respingo que el reponedor que estaba detrás de mí con un palé cargado de productos, maniobró con pericia para enfilar un pasillo paralelo al que yo ocupaba mientras musitaba nervioso: «No se preocupe, caballero, no se preocupe».

           
Y termino el rollo mandando una petición de auxilio a quienes lean estas líneas, porque necesito aclarar una duda que me tiene en un sinvivir: Cuando el coche detenido en un control es conducido por una mujer, con qué términos se dirigen los patrulleros a ella, ¿caballera, dama, señora...?  ¡Qué angustia, primo!

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