domingo, 26 de abril de 2020

CONFINAMIENTO Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN


Viernes, 24 de abril. Son las 10:45 y el “síndrome del folio en blanco” me tiene atenazadas las neuronas que, ¡pobres mías!,  van, descuajaringadas, camino de la lividez y la lasitud más inoperante. Cansado y sin consuelo, empiezo a escribir este artículo que no sé cómo terminaré, ni siquiera si podré hacerlo, porque no tengo ni repajolera idea de qué camino tomará. Harto de confinamiento; cansado de informaciones dispares; ahíto de ruedas de prensa inanes que parecen fruto de una moviola diabólicamente repetitiva; empachado de declaraciones afectadas y de poses tragicómicas y, en fin, consciente de ser, como todos en mayor o menor medida, víctima devaluada, estricta y fríamente estadística, para quienes tienen el poder de que lo seamos. Y es que, cada día que pasa, estoy más convencido de que, en la escala de valores de los “grandes prebostes sabios investigadores” que nos mangonean, los ciudadanos, vivos o muertos, ocupamos el furgón de cola y pasamos de ser personas con cabeza, tronco y extremidades, que decía el otro, a ser puntos sucesivos y apretujados en las líneas quebradas de los gráficos estadísticos.

Si para muestra vale un botón, cómo, si no, interpretar la declaración con la que abrió la semana Fernando Simón, médico epidemiólogo que desde el año 2012 es director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad y, a la sazón, es también miembro del comité de expertos para el Covid-19, cuando tras comunicar 399 muertos ese día, dijo textualmente: «Las cifras que estamos viendo en los últimos días, y sobre todo hoy, lo que deben hacer es ponernos felices y contentos». No tengo motivos para dudar, o sí, de sus conocimientos sobre pandemias y otras alertas o emergencias sanitarias, pero de lo que sí estoy convencido, y a su frase me remito, es de que tiene menos empatía que una acelga pocha. Y la sensibilidad de un ladrillo. Porque vamos a ver : La felicidad y contento a que se refiere, ¿debió ser compartida por los propios difuntos in articulo mortis? ¿Y por sus familiares y amigos después? Otrosí digo, ¿a partir de qué numero deberemos sentirnos, entonces, desgraciados y tristes: 400, 401, 500, 1000...? ¿Los deudos de los primeros 399 muertos del día deberán estar de jolgorio y, desde el 400 en adelante, si los hubiere, vivir el luto y el respeto que se debe a los muertos y que usted se ha pasado por el forro de su idiotez? En fin, su frase no digo que sea desafortunada, porque no está el panorama para eufemismos manidos, su frase es, sencilla y llanamente, asquerosamente vomitiva. Y, sin duda, definitoria de la calidad moral de quien la dice. Y «esa es mi opinión y yo la comparto», señor mío, como diría uno de los Dupont ‘tintinescos’.

En mi artículo del pasado sábado, decía yo que veía al ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, «con semblante cada día más zombi y más entelerido». Y la última vez que, esta semana, coincidí con él, yo en mi antecocina y él en la tele, me reafirmé en mi impresión: el rostro angulado y cerúleo, la mirada oscurecida, el gesto más hosco y frío... Me recordaba a algo o a alguien que no era capaz de identificar. Hasta que esta semana, en una de mis bajadas a los abismos emocionales, fui presa de un respingo («sacudida violenta del cuerpo, causada por un sobresalto, una sorpresa, etc.») alucinado que me llevó hasta La noche del terror ciego, película española de terror dirigida en el año 1972  por el portugués Amando de Ossorio, en la que unos Caballeros Templarios heréticos, ajusticiados siglos atrás, se escapan de sus tumbas por las noches en busca de nuevas víctimas a las que transformar en zombis como ellos. Creo que la apariencia cada vez más acartonada y enteca del otrora exjuez y ahora ministro, encaja a la perfección en la cinta, sólo a falta de que vistiera un hábito cochambroso y mugriento. Porque la mutación de vivo a no-muerto ya la lleva puesta. Profesionalmente hablando, digo.

Después de su: «El Gobierno no tiene ningún motivo para arrepentirse de nada», cuando la pandemia arrasaba las residencias de ancianos y los hospitales, esta semana se centra en el nuevo mantra gubernamental, obsesivo y mediático, y nos ofrece: «Los bulos y la desinformación son los grandes aliados de esta enfermedad». Pues yo creo que no. Porque, según mi criterio, los grandes aliados de la enfermedad son los errores de quienes son responsables de combatirla desde las alturas del Poder Ejecutivo. Por ejemplo: cuando no protegen a los sanitarios que la combaten en las trincheras hospitalarias; cuando no les ofrecen los medios para saber el qué y el quién; cuando se dejan engañar por mercachifles en la compra de material; cuando van dando palos de ciego en las medidas que adoptan y tienen que andar rectificándose unos a otros... Y sobre todo, repito, cuando nos tratan a todos, muertos o vivos, como puntos constreñidos y anónimos de gráficos estadísticos.

Disculpen mi presunción pero me encantaría que, después de este artículo, esta pandilla de mamelucos me incluyera en la lista de “desafectos”. Más que nada porque la palabreja de marras me retrotrae a los tiempos franquistas, con el TOP resucitado y la Ley de Prensa de Fraga vigente. Y en esa oscuridad retroactiva o, muy a mi pesar, futurible, volvería a creerme joven. Si no es así y pasan de mí, pues tendré que llamarles “pringue zorras”. A ver si se pican y pican, primo.

Y mi nieta, mientras tanto..., sigue viviendo su vida alejada de mí.


No hay comentarios: