Como saben quienes me leen
o, sin hacerlo, me conocen, vuelvo a decir que el 17 de octubre de 2017 me
jubilé después de trabajar, mayormente y de segundas, en la Universidad de
Extremadura. Cuando reingresé en el año 2001 me encontré con algunos
funcionarios y docentes a los que ya había tratado en mi anterior época, pero a
la mayoría los veía, conscientemente, por primera vez. Y de algunos que ya
conocía, a fuer de sincero, tengo que decir que me pesaba haberlo hecho. Para
compensar este desagrado, en la Sección de Gestión Económica del Gasto (a la
que fui destinado de entrada y de salida porque estando en ella me jubilé al
cabo de 18 años) me encontré con muy buena gente que me recibió con generosidad. Sobre
todo Martín, que fue mi lazarillo en los inicios enseñándome con paciencia franciscana
todos los secretos y los intríngulis de un trabajo del que yo no tenía ni
puñetera idea. Gracias a él empecé a ver la luz y en poco tiempo ya era prácticamente
autónomo.

Pasado un tiempo, poco, unos
compañeros y yo adquirimos el hábito gozoso de bajar a la cafetería a trasegar
unas cañas. Sin necesidad de cita, a determinada hora nos encontrábamos en el
rincón de la barra de la cafetería rectoral y tertuliábamos. No faltaban en
nuestras conversaciones cotilleos o críticas sobre parte de la jarca
universitaria más cercana, ora docente, ora no docente. A veces los
destinatarios de nuestros dardos estaban peligrosamente cerca de nosotros con
lo que, para evitarnos malos rollos, (y no sé si, en algunos casos, fue peor el
remedio que la enfermedad) nos referíamos a ellos con sobrenombres ideados por
otros y que adoptábamos, o con los que salían de nuestro propio magín. Como yo
estoy jubilado y libre de la incomodidad que podría suponerme la propincuidad
diaria, enumeraré algunos de ellos. Sin acritud, por supuesto, y solo a título
informativo: Jorge Javier, la ‘múa’, la ‘bigotona’, Shrek, el guarro Céspedes,
Epi, Herman Munster, el morrocate, Mazinger Z, Calimero, Skippy, Stan Laurel,
la correcaminos, Fernandel, Chucky, Lina Morgan, el ‘pasmao’, la sarasa
pelusona, Betty Boop, Di María, Mini Yo, Trump, el sacristán, la vieja del
visillo, el reportero intrépido, el Rasputín calamocheante, la mea poquito... Y
algunos más que por olvido o compasión no relaciono.
En ese rincón que en el
momento de jubilarme mis amigos, generosos donde los haya, bautizaron como
Rincón del poeta, hemos pasado muy
buenos momentos, organizado alguna que
otra zapatiesta y vivido situaciones de todo tipo. Pero creo que la mayor
gamberrada fue la perpetrada contra una pequeña estatua de san Pancracio que
lucía en lo alto de un mueble detrás de la barra y pegado al rincón. Le fuimos
cogiendo tal tirria galopante que acabamos tirándole altramuces, aceitunas
o servilletas arrugadas y diciéndole de todo
cuando no había testigos. Hasta que un día tuvimos, como
el
Romano
Patroni de
Ojos negros, una idea
geniale: Secuestrarlo. Porque, ¿qué
necesidad teníamos nosotros de aguantar en nuestro relajo a un carapalo como
ese tan antipático, tan gafe y tan feo? Y ahí empezó a fraguarse uno de los
hitos más gloriosos ocurrido al amparo de ese rincón mágico. Tras varias
reuniones del comando operacional, decidimos la estrategia a seguir. Debíamos realizar
la tropelía un día en que el bar estuviera vacío a la hora a la que nosotros
solíamos ir, tener previstas la vigilancia de la puerta delantera, la vía de
escape, la ocultación del secuestrado y, sobre todo, el modo operativo y la
infraestructura necesaria para llevarla a cabo, que no era moco de pavo. Así
que una vez decidida la acción, escondí en un hueco de la barra una bolsa de
plástico opaca, y el encargado de bajar de su altura al odiado santo
perejilero llevó durante varios días una caña de pescar telescópica, sin sedal,
oculta entre sus ropas. El día en el que se nos presentó la ocasión propicia, el
uno se fue a vigilar la entrada.
El otro
sacó su caña de pescar y, con maestría fulgurante, metió su punta por el aura
metálica de la imagen para conseguir, con un golpe de muñeca preciso, que
llegara a nuestras manos
en una
tirolina impecable. Y yo la introduje en la bolsa de
plástico y salí pitando a mi coche para esconderla. La acción revolucionaria duró
menos de un minuto. Fue un prodigio de exactitud milimétrica.
Después de pasados unos meses en los que nadie, de dentro o
de fuera del mostrador, pareció echar de menos al cenizo, lo devolvimos a su
lugar de origen con la ayuda de un infiltrado con talla suficiente para llegar
a esas alturas. Y aquí paz y después gloria.
En fin, cierto es que el asunto tuvo
muy poca repercusión mediática, pero a ver quién nos quita lo bien que lo
pasemos y el cachondeo que nos trajimos
a costa del santo malaje. Que al fin y al cabo es de lo que se trataba, primo.
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