sábado, 23 de noviembre de 2019

EL SECUESTRO DE SAN PANCRACIO



         
Como saben quienes me leen o, sin hacerlo, me conocen, vuelvo a decir que el 17 de octubre de 2017 me jubilé después de trabajar, mayormente y de segundas, en la Universidad de Extremadura. Cuando reingresé en el año 2001 me encontré con algunos funcionarios y docentes a los que ya había tratado en mi anterior época, pero a la mayoría los veía, conscientemente, por primera vez. Y de algunos que ya conocía, a fuer de sincero, tengo que decir que me pesaba haberlo hecho. Para compensar este desagrado, en la Sección de Gestión Económica del Gasto (a la que fui destinado de entrada y de salida porque estando en ella me jubilé al cabo de 18 años) me encontré con muy buena gente que me recibió con generosidad. Sobre todo Martín, que fue mi lazarillo en los inicios enseñándome con paciencia franciscana todos los secretos y los intríngulis de un trabajo del que yo no tenía ni puñetera idea. Gracias a él empecé a ver la luz y en poco tiempo ya era prácticamente autónomo.


           
Pasado un tiempo, poco, unos compañeros y yo adquirimos el hábito gozoso de bajar a la cafetería a trasegar unas cañas. Sin necesidad de cita, a determinada hora nos encontrábamos en el rincón de la barra de la cafetería rectoral y tertuliábamos. No faltaban en nuestras conversaciones cotilleos o críticas sobre parte de la jarca universitaria más cercana, ora docente, ora no docente. A veces los destinatarios de nuestros dardos estaban peligrosamente cerca de nosotros con lo que, para evitarnos malos rollos, (y no sé si, en algunos casos, fue peor el remedio que la enfermedad) nos referíamos a ellos con sobrenombres ideados por otros y que adoptábamos, o con los que salían de nuestro propio magín. Como yo estoy jubilado y libre de la incomodidad que podría suponerme la propincuidad diaria, enumeraré algunos de ellos. Sin acritud, por supuesto, y solo a título informativo: Jorge Javier, la ‘múa’, la ‘bigotona’, Shrek, el guarro Céspedes, Epi, Herman Munster, el morrocate, Mazinger Z, Calimero, Skippy, Stan Laurel, la correcaminos, Fernandel, Chucky, Lina Morgan, el ‘pasmao’, la sarasa pelusona, Betty Boop, Di María, Mini Yo, Trump, el sacristán, la vieja del visillo, el reportero intrépido, el Rasputín calamocheante, la mea poquito... Y algunos más que por olvido o compasión no relaciono.


           
En ese rincón que en el momento de jubilarme mis amigos, generosos donde los haya, bautizaron como Rincón del poeta, hemos pasado muy buenos momentos, organizado alguna que otra zapatiesta y vivido situaciones de todo tipo. Pero creo que la mayor gamberrada fue la perpetrada contra una pequeña estatua de san Pancracio que lucía en lo alto de un mueble detrás de la barra y pegado al rincón. Le fuimos cogiendo tal tirria galopante que acabamos tirándole altramuces, aceitunas  o servilletas arrugadas y diciéndole de todo cuando no había testigos. Hasta que un día tuvimos, como  el Romano Patroni de Ojos negros, una idea geniale: Secuestrarlo. Porque, ¿qué necesidad teníamos nosotros de aguantar en nuestro relajo a un carapalo como ese tan antipático, tan gafe y tan feo? Y ahí empezó a fraguarse uno de los hitos más gloriosos ocurrido al amparo de ese rincón mágico. Tras varias reuniones del comando operacional, decidimos la estrategia a seguir. Debíamos realizar la tropelía un día en que el bar estuviera vacío a la hora a la que nosotros solíamos ir, tener previstas la vigilancia de la puerta delantera, la vía de escape, la ocultación del secuestrado y, sobre todo, el modo operativo y la infraestructura necesaria para llevarla a cabo, que no era moco de pavo. Así que una vez decidida la acción, escondí en un hueco de la barra una bolsa de plástico opaca, y el encargado de bajar de su altura al odiado santo  perejilero llevó durante varios días una caña de pescar telescópica, sin sedal, oculta entre sus ropas. El día en el que se nos presentó la ocasión propicia, el uno se fue a vigilar la entrada.  El otro sacó su caña de pescar y, con maestría fulgurante, metió su punta por el aura metálica de la imagen para conseguir, con un golpe de muñeca preciso, que llegara a nuestras manos  en una tirolina  impecable. Y yo la introduje en la bolsa de plástico y salí pitando a mi coche para esconderla. La acción revolucionaria duró menos de un minuto. Fue un prodigio de exactitud milimétrica.
Después de pasados unos meses en los que nadie, de dentro o de fuera del mostrador, pareció echar de menos al cenizo, lo devolvimos a su lugar de origen con la ayuda de un infiltrado con talla suficiente para llegar a esas alturas. Y aquí paz y después gloria.

          En fin, cierto es que el asunto tuvo muy poca repercusión mediática, pero a ver quién nos quita lo bien que lo pasemos y el cachondeo que nos trajimos a costa del santo malaje. Que al fin y al cabo es de lo que se trataba, primo.


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