sábado, 16 de diciembre de 2017

CANCIÓN DEL CIRUELO


Hace unos días, impresionado por una noticia vista en televisión, rememoré una vez más el nacimiento de mi hijo Jaime y la angustia infinita que sufrimos por las complicaciones del parto. La historia es dolorosamente sencilla, con esa sencillez con que la vida, a veces, te mantiene oprimido el corazón al dictado de sus caprichos. El pequeño murió al nacer y fue reanimado en el mismo paritorio. Al cabo de unos minutos su corazón volvió a latir. El ginecólogo que atendió el alumbramiento, hasta entonces locuaz y comunicativo, se me acercó desencajado y, con la mirada baja, me informó en un balbuceo: “El parto no ha ido bien. El niño está en prematuros, en la 6ª”. Mientras mi santa, deshecha en lágrimas, trataba de recuperarse, yo subí a verlo. Ignoraba si iba a enfrentarme a lo irremediable o, acaso, a la posibilidad de acurrucarme en un atisbo de esperanza. “El neonato sigue vivo”,  me dijo, nada más llegar, el médico que me atendió. Para, al punto, darme muy pocas esperanzas de que saliera adelante: “Si supera estas  primeras horas y llega a mañana, será un milagro...”. Me preguntó que si, a pesar de todo, quería verlo. Le contesté que sí, sin dudarlo: “Cómo no voy a querer yo conocer a mi hijo”, o algo así le dije, creo, porque jamás en mi vida he estado tan fuera de mí como en aquel momento. Tras ponerme gorro, bata y cubre calzado verdes, entré en la sala de incubadoras, con las piernas temblorosas y el corazón latiendo a un ritmo endiablado que sentía retumbar en mis oídos. Y allí estaba, como un gazapillo agobiado por cables y tubos, con sus manos pequeñísimas cerradas en un puño y su torso, tan frágil, tan diminuto, agitado por una respiración entrecortada y asistida. Sin embargo, el recuerdo que con más fuerza permanece en mi memoria es el del perfil de su cara, que intuí o vislumbré libre de incordios médicos, dibujado sobre el blanco del fondo de aquella pecera seca donde luchaba por seguir vivo. Bajé descontrolado para tratar de dar ánimos a su madre. No obstante, a pesar de mis esfuerzos, sin duda fracasé en el intento porque  acabamos llorando los dos, separados por un cristal que solo servía para distanciarla de mí pero no para protegerla de nuestro desconsuelo.

A primera hora de la mañana siguiente volví a la 6ª planta del Hospital Materno Infantil. Cuando salí del ascensor creí haberme equivocado porque mis recuerdos de la noche anterior pasaban por un pasillo largo, angosto, penumbroso, que allí no estaba. Me encontré con una estancia limpia e iluminada que no reconocí. Totalmente desconcertado, tuve que preguntar a una enfermera. Ella me confirmó que, efectivamente, esa era la planta de prematuros y que no, no la habían cambiado durante la noche. Y entonces comprendí cómo el dolor y la tristeza pueden distorsionar la realidad. Cómo el inconsciente puede adaptar tus sentidos al estado de ánimo que te embargue, a la turbación o el caos interior que sufras hasta hacer que veas oscuridad donde hay luz. Un mes estuvo allí en el que, su madre y yo, fuimos viendo día a día sus progresos, cómo se aferraba a la vida con ahínco, cómo poco a poco su estómago fue admitiendo líquidos y, también, cómo el coágulo que se le había formado en el lóbulo temporal, fue disolviéndose. Le dieron el alta el día 29 de octubre y, como mi santa estaba allí destinada, tuvo la inmensa suerte de vivir sus 3 primeros años en Belvís de Monroy. En fin, hoy es un tipo entrañablemente peculiar que el 30 de setiembre cumplió 31. Y que este jueves llegó de Barcelona, donde vive y trabaja desde hace 9 años, para estar unos días con nosotros. Frecuentemente, cuando estamos juntos como ahora y lo miro, aparece ante mis ojos, aureolada por la nebulosa gris de los recuerdos, la imagen de ese perfil de aquel entonces en el que él y yo andábamos perdidos y cercanos a la ausencia.

Durante el tiempo eterno que duró su recuperación no dejé de escuchar y canturrear la “Canción del Ciruelo”, un poema de Bertolt Brecht que Soledad Bravo impregna de ternura. (Hay en mi huerto un ciruelo / que es de todos el menor. / Para que nadie lo pise / tiene reja alrededor). Mi hijo vivía en ella...  De nuevo la música, su magia compasiva a mi lado, ayudándome con su compañía y ofreciéndome la posibilidad del desahogo, de las lágrimas, de la esperanza, del consuelo. Y ayudándome a seguir siendo. Y a vivir. Como siento que ayudó a mi hijo, tal vez a mi través, al compás de mi tarareo obsesivo. Aunque él no se enterara, ocupado como estaba en no morir de nuevo.


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