sábado, 22 de abril de 2017

VIAJES A UNA FRESA

Cuando alguien, por ejemplo yo mismo, acostumbrado a leer poesía por afición, (en ocasiones hasta a atiborrase de ella), debe enfrentarse a la lectura selectiva de más de doscientos poemarios, con la zozobra añadida de sentir, bajo los rigores de una canícula infernal, cómo la fecha límite de finalización corre a tu encuentro de manera  inmisericorde y vertiginosa, un buen método para tratar de intuir qué vas a encontrar entre las páginas de este o aquel libro es leer al azar unos pocos poemas, a veces, incluso, unos pocos versos; recorrerlo sin orden ni concierto, en un ojeo arbitrario, con el fin de tratar de captar una primera impresión, si no concluyente, (en ocasiones, sí), al menos, orientativa. Tengo que decir que normalmente me da resultado y esa primera impronta, aún difusa, suele confirmarse con una lectura pausada y, digamos, ortodoxa.

Cuando inicié por primera vez la lectura de Viajes a una fresa, que a la postre resultó ganador del XXXV Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, a pesar de que su título ya me estaba transmitiendo la sensación luminosa del hallazgo, esa certidumbre inexplicable de saber que allí había gato poético encerrado, seguí el guion y lo abrí al azar. Me encontré, para abrir boca, con la plegaria que Miguel Martínez López, el poeta y profesor de Filosofía en aquel tiempo llamado Arual, dirige a un dios en el que no cree pero al que invoca por si las moscas, siquiera sea tan solo como recurso literario. Porque, por otra parte, si no es a un dios literario o a un recurso divino, a ver a quién puedes pedirle que te conceda la posibilidad de tener dos vidas, que no es ninguna tontería. El poema fue un flechazo que me hizo presentir que aquello, la relación entre el libro y yo, también podría ser “el comienzo de una gran amistad” en la que, por supuesto, en este caso yo sería Humphrey Bogart.

O al menos eso creí. Porque no vayan a pensar que este es un libro que se conforme con un papel secundario, al que puedas llevar a tu terreno pensando ‘como yo soy el que leo, yo soy el que domina el cotarro’. Craso error. El protagonista es él y si quieres disfrutarlo como merece no tienes más remedio que dejar que sea el que lleve la voz cantante, que te zarandee el corazón sin avisarte, que cuando más tranquilo estés en la ternura de sus quimeras te propine una colleja metafísica que desvencije tus goznes, que destartale la aparente seguridad de tus premisas, que te obligue a volver sobre sus páginas para atrapar un sueño que se te había emboscado entre dos versos. Así fue que, desbordado y rendido, en una segunda lectura, consciente de mi incapacidad para hacer gavilla de sus hallazgos, de sus imágenes imposibles, de sus salidas de tono incuestionables, de su capacidad para hacerte ver la cordura convencida del desvarío, opté por la humildad encabronada de dejar que él fuese Bogart y yo Claude Rains. Y, sabiéndose ya elegido, leyéndolo entregado a su victoria, pude creer en sus deseos disparatados; soñar a su compás con utopías domésticas; descubrir lo insólito en la rutina de cada día; advertir que la pregunta de un taxista llega a ser angustiosa si tienes un escorpión transparente quemándote a picotazos el estómago; convencerte de que el mar, además de mar, es confidente cósmico, receptor obligado de preguntas y dudas; ver a un pimiento rojo, maduro, solitario, como corazón absorto de un triste e implorante frigorífico; hacer de la poesía un mecanismo mágico para escapar, transformándola, de una realidad roma y anodina; sorprenderte con la trascendencia que puede atesorar un vaso de agua en toda su aparente sencillez; pensar que la luna es un hueso redondo que ilumina los cielos por la noche; encontrar la salvación en los demás; vislumbrar que en el futuro ‘el pensamiento crítico’ será tratado como una enfermedad y dudar de que no sea ya presente de ahora mismo, y, en fin, ser testigo de un amor entregado, equívoco, sui géneris, sujeto a la frágil solidez de estar prendido de unos ojos que resulta imposible poetizar.

(Fuente: Todocoleccion.net)
Pues eso, lean Viajes a una fresa, déjense llevar por él, disfruten de sus paisajes sicotrópicos, vivan esa experiencia inolvidable. Pero les recomiendo que, antes de embarcarse en la aventura, se acerquen a un bazar chino y se hagan con una chichonera metafísica de última generación. No vaya a ser que la lasca desprendida de una metáfora, el acerado filo de una imagen o, acaso, una esquirla de luz descontrolada, acabe descalabrándoles el alma.



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