sábado, 3 de septiembre de 2016

VUELTA LA BURRA AL TRIGO

Mi cofrade en esta lides y en estas páginas, Antonio Chacón “El zurdo”, lamentaba, en su primer artículo tras las vacaciones, haberse encontrado a su regreso la misma situación de estancamiento político que dejó al irse. No puedo más que unirme a su lamento y, dado que mi descanso ha sido mayor que el suyo, hacerlo incluso con más énfasis. “Pues eso, hasta el 3 de setiembre. A ver si para entonces ya tenemos gobierno en firme al que poder criticar como se merezca”, terminaba yo mi columna prevacacional del 2 de julio. Tururú trompeta, porque todo sigue igual, si no peor. La primera ocasión para enderezar el entuerto se ha frustrado esta misma semana, y aunque a la hora de escribir estas líneas la segunda aún no ha tenido lugar, estoy convencido, sin ser la veedora de Aceuchal, de que también será víctima de la cerrazón de unos y otros. Y lo peor estaría por llegar, porque si tras las elecciones vascas y gallegas, (¡ay, las tácticas partidistas), no hay una nueva sesión de investidura,  iríamos a unas terceras elecciones que, a efectos prácticos, nos depararían una situación muy similar a las dos anteriores. O sea, que vuelta la burra al trigo y si no queríamos caldo, tres tazas nos van a dar.

La segunda jornada de la sesión de investidura, tras el tostonazo monocorde que nos soltó Rajoy la tarde antes, fue sin duda un muestrario elocuente y palmario del escaso talento dialéctico, la falta de consistencia argumental y la incultura de la mayoría de los líderes políticos de esta España de nuestros pecados, y me reafirmó en la impresión de que algunos de ellos no habían hecho ni puñetero caso al discurso del candidato, con lo que fueron allí a soltar sus ocurrencias, preelaboradas a piñón fijo, y a hacer alarde de papo. En cualquier caso, la sesión, por su mecánica más variada y más ágil, con la posibilidad de réplicas y contrarréplicas, en algunos momentos incluso me divirtió. Entre otras cosas porque Rajoy, más fresquito que el día anterior, sacó a relucir en varias ocasiones su retranca y una ironía ácida y urticante que desencajó a más de uno, dejó varias pinceladas de su capacidad parlamentaria con las que disfruté y ofreció una imagen de buen fajador  incluso ante Albert Rivera, coaligado con él para la investidura, que le dio estopa a base de bien.

Y es que el líder de Ciudadanos necesitaba hacer el discurso que hizo, enfocado  a justificar ante sus electores y ante la opinión pública su apoyo a Rajoy tras haberlo dado a Pedro Sánchez en anterior ocasión: Leña al corrupto, catálogo resumido de las exigencias -palabra varias veces utilizada en su intervención- arrancadas al candidato y exhibición de su centralismo político que no le impide pactar a derecha e izquierda cuando el bien de España así se lo demanda. Me pareció convincente en algunos momentos y excesivamente pedagógico en otros. De cualquier forma, creo que hay que agradecerle su evidente falta de sectarismo, que ya es rareza entre esta jarca partidaria donde la obsesión por el patrimonialismo político e ideológico es genética y, tantas veces de forma injusta e interesada,  atribuye motivos espurios y mezquinos a lo que no es más que un ejercicio de libertad y de tolerancia.


Pero, sin duda, quien me espeluznó de nuevo con una intervención absolutamente pintoresca y desaforada fue el carismático líder de Podemos, Pablo Iglesias. No sé si confundido por el síndrome de abstinencia tras un verano de retiro espiritual fuera del ajetreo político y mediático o, simplemente, porque de la que ve un estrado y un micrófono no hay quien lo pare, el caso es que nos aventó un mitin que ríete tú de Lenin arengando a sus tropas en la plaza del teatro Bolshoi. Insultó a quien se le puso por delante, despreció a vivos, a muertos, al Parlamento como institución e, incluso, a la gente que dice defender. Y describió un panorama tan catastrófico y desastroso de la realidad española que hasta me hizo dudar de si no se le habría ido la olla y en realidad estaba hablando de Venezuela. Todo ello bajo el amparo impostado y falso de su limpieza de sangre ideológica, su firmeza revolucionaria, su respetabilidad a prueba de bombas y una firmeza incorruptible que deja a la altura del betún al brazo de Santa Teresa. Este hombre es abuelo de sí mismo, que ya es ansia. En fin, la iluminación es lo que tiene. Y los desvaríos, también. Y la egolatría obsesiva ya ni te cuento, primo.

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