sábado, 10 de septiembre de 2016

DOS NOTICIAS DE AGOSTO

Durante el mes de agosto, que es cuando disfruto de vacaciones plenas, o sea, laboral y articulísticamente hablando, me acerco cada día a los periódicos con disposición más relajada que en los once meses restantes. Así me ha ocurrido en este último, aunque la abracadabrante situación de la política española haya llenado sus páginas, hasta el hastío, de surrealismo y asombros. Sin embargo, en medio del relajo y del desmadejamiento, hay noticias que se me quedan dentro palpitando, indiferentes ante la actualidad diaria. Y sé que ahí seguirán, aguijoneándome con sus exigencias de atención, hasta que un artículo, como este, consiga satisfacerlas y calmarme. En esta ocasión, son dos las que más revolotean y me alborotan.

Una de ellas es la nueva rememoración, en el Cementerio Viejo de Badajoz, de aquel 14 de agosto de 1936, de aquellos fusilamientos, de aquella sinrazón. Apenas tres reflexiones sobre asunto tan trillado, tan utilizado y tan espinoso: La primera, mi incredulidad patidifusa de que no haya en el PSOE extremeño alguien con mayor autoridad moral, con menos apego al tópico y a la demagogia, con mayor conocimiento de causa, con más credibilidad, con más empaque ideológico, más empatía y más carisma que Francisco Fuentes Gallardo para protagonizar, año tras año, el panegírico de la efeméride. Si lo hay, (y espero por nuestro bien que así sea), y este cargo de showman no es vitalicio, malo. Si no existe, pues apaga y vámonos.  La segunda, mi impresión de que hay quienes confunden la justa exigencia de enterrar con dignidad y con honor a tantos muertos desperdigados, sepultados de forma ignominiosa y vergonzante por campos y cunetas extremeñas, con el imposible de intentar resucitarlos y, lo que es peor, de pasearlos por las calles de nuestra memoria como a zombis destartalados, haciéndolos símbolos interesados de lo que no representan; la tercera, angustiosa, mi convencimiento, creo que en absoluto ucrónico, de que si el desenlace de esta tragedia hubiera sido el inverso, el resultado habría sido muy similar: Los muertos, tantos, serían del otro bando, sí. Pero la sangre derramada seguiría siendo la misma.

No sé su nombre. Ignoro cómo se llama la desdichada protagonista de esta mi segunda ansiedad agosteña porque no aparece en ninguna de las versiones de la noticia que he consultado. Ninguno de los periodistas o los periódicos que las escribieron o las publicaron se preocupó de conocerlo, como si la ignorancia de su nombre fuera una maldición que la acompañara. Solo sé que se trata de una niña de 4 años, que vive en Estados Unidos, en el estado de Arkansas, en la ciudad de Hot Springs. Su madre, blanca, se llama Jennifer Denen. Su padrastro, negro, Charence Reed. Cuando la policía, alertada por la denuncia de unas asistentas sociales que tuvieron conocimiento del caso, se presentó en su casa, la encontraron desnutrida, con los ojos ennegrecidos, las mejillas hinchadas, la frente magullada, varios moretones profundos en el trasero, espalda y piernas, un sinfín de cicatrices, sangre seca en la boca y marcas de ligaduras en las muñecas como consecuencia de haber sido maniatada con frecuencia. Los golpes le habían sido propinados por su padrastro, de forma sistemática, con un bate de plástico y una pala de madera. Cuando la policía le preguntó a la niñita cómo se llamaba, ella respondió: “Me llamo idiota”. Pues esa era la única palabra, ‘idiota’, que utilizaba el tipejo para dirigirse a ella, también mientras la aporreaba o la maniataba. Y, de ese modo, la infeliz la asimiló como si fuera su nombre, ‘idiota’. En la casa había 5 criaturas más de diferentes edades, todos, los 6,  hijos de Denen. Solo el menor, un bebé de 11 meses, es de Reed. Ambos han sido detenidos y se enfrentan a penas de hasta 20 años de prisión. Especulando con que eso sea así y, además, con que cumplan la condena íntegramente, (algo que anhelo y nunca sabré), cuando salgan su víctima tendrá 24. Me imagino que cuando oiga o lea o diga o piense esa palabra, ‘idiota’, sentirá volver el escalofrío de los horrores pasados. 


A los prisioneros que, llegados a los campos de exterminio nazi, no eran directamente gaseados y cremados, les tatuaban en el antebrazo un número. En aquel infierno, sería su nombre a partir de ese momento. Y ahí cerraban los verdugos el infame círculo de su exterminio, con su deshumanización, despersonificándolos. Algunos supervivientes de esta barbarie, con la baldía esperanza de olvidar tanto sufrimiento, en un nuevo intento de empezar a ser, se borraron aquel estigma degradante de su brazo. Yo no consigo concebir, si no es arrancándosela de su pecho, cómo nuestra pequeña podrá borrar de su cuerpo esa palabra, ‘idiota’, porque la imagino grabada en lo más profundo de su corazón.

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