sábado, 25 de junio de 2016

REFLEXIÓN Y BOLLOS DE LECHE

Parece que hoy toca reflexionar. Da igual que llevemos 6 meses largos, interminables, insufribles, aguantando tabarras, quiebros, escándalos, mentiras, chorradas, chistes sin gracia y culebreos. Hoy debemos reflexionar para que, mañana domingo, participemos todos gozosos en la gran fiesta de la democracia, frase cursi e indigesta que me resulta tan odiosa y atragantante como aquella de la serpiente multicolor ciclista. Y digo yo, ¿cómo coño vamos a poder hacerlo si no nos han dejado hueco en la cabeza en el que quepa un ápice de discernimiento, si durante 6 largos meses vergonzosos, cansinos, agotadores, nos han dejado el cerebro hecho fosfatina a base de embaucos y ocurrencias? Habría que ver la manera de cambiar el nombre a este día, y llamarlo, qué sé yo, jornada de descanso, de relajo, de catarsis, de desintoxicación, de higiene cerebral, de “¡dejadme ya en paz, hombre, por lo que más queráis!”. A eso es a lo que deberíamos dedicarlo. Aunque lo veo difícil porque aquí se coge una rutina y, por absurda que sea, se mantiene por encima de la campana -¿o es campaña?- gorda. Estoy por creer que todo este entramado maquiavélico, (nunca mejor traído el personaje), está perfectamente estudiado y programado para alelarnos día tras día, como una gota malaya que minara nuestras entendederas de tal manera que cuando acudamos a las urnas, lo hagamos medio modorros, como borregos sonámbulos y con nuestra capacidad de raciocinio bajo mínimos. Eso podría explicar los resultados sorprendentes e incluso estrafalarios con los que a veces nos encontramos.

Reflexionar, según el DRAE, es “pensar atenta y detenidamente sobre algo”. Pero  retorciendo su construcción, aun a riesgo de ser excomulgado por la comunidad de sabios lingüistas, podría ser considerada como palabra derivada, formada por el prefijo ‘re-‘, que indica ‘repetición’, y el verbo ‘flexionar’, que significa ‘hacer flexiones’. Y me temo que, en sus delirios obsesivos por llevarnos cada cual a su huerto agostado, estos payos se han apuntado a esta acepción espuria de la palabra, transformando por arte de birlibirloque la ‘reflexión’ en ‘re-flexión’ hasta lograr que este sábado, que debería de ser un día de asepsia en el que poder expurgar nuestros cuerpos de tanta miasma alienadora, agachemos aún más la cerviz y, doblegados hasta el embotamiento, mañana vayamos sumisos, destartalados y calamocheando, camino de las urnas. En fin, es solo una teoría, acaso disparatada, posiblemente producto de mi agotamiento intelectual o, quizá, de mi propia idiosincrasia, que diría el otro.

Lo que sí tengo claro, y esa es buena, es que todavía no sé qué voy a hacer mañana. Porque unas veces pienso que votar sería transformarme en cómplice activo de todos los manejos e imposturas que los candidatos exhiben día sí, día también; y otras, que no hacerlo sería reconocerme derrotado por su estrategia y presa de un desencanto al que tampoco estoy dispuesto que me lleven. En cualquier caso creo que no tengo escapatoria y que me arrepentiré de haber tomado una decisión u otra, sea saliendo por la puerta del colegio electoral, sea a las 20 horas y un minuto de mañana por no haber ido. Y esto lo digo con conocimiento de causa porque en estos días, cuando ya me había decidido por una de las dos, me bastaba ver el careto y escuchar  la salmodia de cualquiera de los protagonistas o secundarios de esta gran farsa para que, ipso facto, optara por la contraria. Así que ya me dirán si tengo o no razón. Lo que sí tengo claro es a quienes no voy a votar. A unos porque los conozco y sé de lo que son capaces; y a otros por todo lo contrario. O a la viceversa, no sé si me explico. ¿Voto en blanco? En principio podría ser un lenitivo para mis indecisiones... pero tampoco. Porque según politólogos y sociólogos perjudica a los partidos minoritarios. ¿Voto nulo o gamberro? Pues quizás. Porque de entrada no perjudica ni beneficia a nadie ni a ninguno y da fe de que he salido victorioso del envite y del embate sin desencantos ni gaitas. Y, de salida, porque les digo a los interfectos que con su pan se lo coman y así se les atragante. Con el añadido de que reafirma mi escepticismo y de que, a mi edad, hacer una gamberrada siempre resulta terapéutico.


Lo que es impepinable, si al final voy, es que de regreso entraré en La Cubana, compraré media docena de bollos de leche, y en casa, relajado como burro sin albardas, me los zamparé uno tras otro, así se me atore el garguero y me quede sin resuello. Quién dijo miedo... Esto último -lo acabo de decidir- lo haré de todas formas. Porque ahí, sí que sí,  se aliviarán todas mis cuitas. Y ya de paso, como estoy por la zona, a lo mejor incluso voto. O no.

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