sábado, 7 de febrero de 2015

RECUERDOS CON VIAJE

Dicen que, a medida que cumples años, vas perdiendo memoria reciente al tiempo que ganas memoria remota, como si una se fuera retirando para dejar hueco a la otra. Así, nos olvidamos de lo que comimos ayer, pero recordamos con todo tipo de detalles, gustativos y olorosos, el sabor de las croquetas de carne que comíamos 50 años atrás; se borra de tus enjundias el nombre de personas a las que tratas con frecuencia, pero te salen de carrerilla, con sus dos apellidos, el de compañeros de colegio a los que no ves desde la infancia. A mí me ocurre, y espero no ser un caso aislado. Quizá sea un mecanismo, programado por la naturaleza, para defenderte del presagio de un silencio sombrío y cierto; una forma de huir de lo inexorable que sientes al acecho de tus pasos; un refugio fantasmal, nublo, melancólico, en el que soñar reviviendo un pasado que te hizo ser el presente que ahora eres. No sé, el caso es que, a medida que cumplo años, voy notando no tanto que mis recuerdos lejanos se amplían, como que la nitidez con la que me asaltan es cada vez mayor, más diáfana. Esto hace que mientras estoy absorto en ellos, transido a veces, ensimismado, viva la ilusión de estar de nuevo allí, en aquel tiempo recuperado del olvido que adquiere casi presencia física y palpable. Serrat, en una hermosísima canción, Los recuerdos, que, afortunadamente, ha logrado salir indemne de la masacre ‘sabiniana’, dice: Y por más que tiempos felices / saquen a pasear de la mano, / los recuerdos suelen ser tristes / hijos, como son, del pasado, / de aquello que fue y ya no existe. Y sin embargo, no. Yo creo que la tristeza no es, ni mucho menos, consustancial a los recuerdos, sino a nuestra certidumbre irremediable de que lo son.


Una de las última veces que llevé a mi hija Ángela a la estación de trenes de Badajoz, quizá poseído por la melancolía de una despedida incentivada, en esta ocasión, por la metafísica del escenario, me vinieron en tromba imágenes de viajes realizados en mi infancia y mi primera juventud. Al principio confusas y superpuestas, después, creo,  perfectamente localizadas. Sobre todas destacaron las de un viaje en tren nocturno Madrid-Badajoz, que hicimos mi hermana María Elena y yo en un verano de principios de la década de los 60 del siglo pasado. Llegados con tiempo a la estación de Atocha, fuimos los primeros en acomodarnos en nuestro departamento: 12 plazas enfrentadas 6 con 6, con asientos dobles forrados de un plástico descolorido, que poco a poco se fueron ocupando. Hasta instantes antes de que el tren partiera, las dos centrales de la fila enfrentada a la nuestra permanecieron vacías. Con el bocinazo que anunciaba la salida, se abrieron las puertas correderas e hicieron su entrada los dos viajeros que faltaban. Era una pareja curiosa por desigual. Abría paso un hombretón de mediana edad, cara ancha y cuadrada, tuerto del ojo derecho, con pantalón beis y sahariana de abultados bolsillos. La lucía a medio abotonar, lo que dejaba ver una pelambrera pectoral canosa y enredada, a juego con los pelos que asomaban por los orificios de una nariz chata y de narinas insolentes. En su cabeza, un sombrero tipo panamá de mimbre que mantuvo calado durante todo el viaje. Cargaba una enorme maleta asegurada con una correa ancha de cuero y, en bandolera, una talega anudada pendiente de una cinta que, en su tiempo, debió de ser blanca. Tras él, un hombrecillo menudo y frágil de traje gris, camisa abotonada hasta el cuello y una boina que, educadamente, se quitó al tiempo de entrar y dar las buenas noches. Como quiera que su compañero, con el maletón, había ocupado el hueco destinado a los dos, él tuvo que ubicar la suya, pequeña, entre sus pantorrillas. Apenas el tren hubo salido de la estación, el hombrón empezó con su monserga.


La verdad es que, vista con la perspectiva que da el tiempo, la tabarra que nos soltó, vociferada en público en aquellos tiempos franquistas ciertamente oscuros, (valga el pleonasmo), no dejaba de tener su punto de osadía. Porque con voz tronante y desagradable nos dio buena cuenta de una filosofía sui géneris que, entre imprudentes alusiones al dictador,  incluía renuncias a patria y bandera que no fueran los dineros. “¡Ni España, ni bandera, ni leches, mi patria es esta!”, repetía a cada poco mientras frotaba sus dedos pulgar e índice. Más de una hora duró la perorata, sólo interrumpida el tiempo justo de meter en sus fauces grandes bocados de un desmesurado bocadillo de chorizo que había sacado de la talega, y que devoró como un poseso. Acabado el refrigerio se levantó, se frotó la tripa con sus manazas y, mientras abría la puerta del compartimento, nos ilustró: “Voy al servicio, que con boñiga no descansa la barriga”. No bien el mostrenco hubo salido, el viejito, callado y encogido durante todo el tiempo que duró la arenga, se incorporó rojo de ira y, con voz atiplada y trepidante por la irritación, dando rienda suelta a su cabreo reconcentrado, explotó: “¡El ‘joío’ puto!, ¿pues no parece que ha ‘comío’ lengua? Claro, como no sabe francés, el tuerto cabrón este se ha tirado un año en Francia sin hablar y todo lo que no ha hablado allí en un año nos lo está soltando ahora a nosotros”.  El jolgorio fue unánime. Y breve. Porque eso fue todo lo que le dio tiempo a decir. El evacuante parlanchín, que debía de ser de escape rápido, apareció en la puerta ajustándose los pantalones. Así, el hombrecillo volvió a encogerse, y el silencio, sólo interrumpido por el traqueteo monocorde del tren, se adueñó del ambiente. Ahí fue cuando yo me quedé dormido, con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermana. Y, la verdad, ahora no recuerdo si me desperté llegando a Badajoz o ha sido hace nada, apenas un suspiro antes de empezar a escribir estas líneas.

Silencio,
silencio solo de niño.
No este silencio de ahora,
no este dolor repetido.
Silencio que era cariño
ignorante,
acurrucado en el nido.

No este silencio de ahora,
silencio de ayer, dormido,
es el silencio que quiero,
no el de ahora,
el de ayer, el de los besos,
el del corazón rendido,
el de la canción temblada
en un tierno escalofrío.

No el de ahora,
quiero el silencio de ayer
para ganar la batalla
al silencio. Y al olvido.

5 comentarios:

Manolo López dijo...

Gracias por tan prodigioso rodeo y epílogo a la historia. Lo de menos es el bocadillo.

Muli dijo...

Me ha gustado mucho el comentario.
Y me he reído mucho también.
He vivído el viaje como si hubiera ido con usted y su hermana.
Saludos.

Muli dijo...

Me olvidé decir que el poema es precioso y me ha emocionado.

Carlos Rivero. dijo...

Impresionante, como siempre....Gracias por la propina...Belleza pura.

Maribel Núñez Arcos dijo...

Hay muchas lecciones que aprender trenzadas con cada línea de este artículo. El relato, una pequeña joya, y el poema luce el sello de calidad de la casa. Un placer leerte.