martes, 8 de octubre de 2019

VIDA, APRENSIONES Y FAROLILLOS DE FERIA


El diccionario de la RAE define «aprensión» como «figuración, idea infundada o extraña». Se da la paradoja de que hace años, cuando estaba yo más sano de lo que estoy ahora, sufría ataques furibundos de este mal que me arrastraban a la más pastosa de las miserias. Cualquier dolorcillo era el presagio de una enfermedad. Cualquier desajuste, el umbral del desahucio. Eso sí, fumaba como un bicho y, además de cerveza, trasegaba güisqui sin conmiseración. O sea, la paradoja llevada al colmo.

La última arremetida fuerte de esta paranoia la sufrí tal como el día de San José del año 1984. Esa fecha ha quedado grabada a sangre y fuego en algún lugar de mis adentros. La noche antes, mi santa y yo habíamos estado de parranda. Lo cual, que nos acostamos de madrugada. El 19 amaneció un día espléndido, de esos en lo que marzo mayea y, dado que en esa época yo era aún amigo de la luz y del sol, desperté en un estado de resacoso optimismo, ignorante de todo punto de la que se me venía encima. Una ducha bien caliente para expulsar toxinas me vivificó. Salí del cuarto de baño envuelto en vaho cuando mi santa me miró y,  en un tono que a mí me sonó desasosegante y pelín histérico, me dice: «¡Ay, Jaime, ¿qué te pasa en la cara, qué te pasa?!». Parece mentira que una frase, en principio inofensiva, me  produjera efectos tan fulminantes. No tuve tiempo de llegar al espejo para comprobar el estado de mi jeta: Sentí que mi piernas flojeaban, que mi cabeza era un torbellino y, frío como un carámbano y farfullando «¿qué me pasa, qué me pasa en la cara?», me desplomé. El vahído duró lo que tardé en caerme, pero el manto negro de la aprensión o, quizá, de la neurastenia, ya había hecho presa en mi alma. O en mi cabeza. A partir de ese día sentí que mi estómago quedaba reducido al tamaño de una pera y, por mucho que intentaba comer, no había manera de que me entraran más de dos bocados. En la garganta se me hacía un nudo que apenas dejaba pasar sorbitos de agua. La cerveza, ni olerla. Y el güisqui, ni nombrarlo. La color desapareció de mi cara, que adquirió una tonalidad blanquecina tirando a cerúlea. Evidentemente, comencé a perder peso. Cada día comprobaba mis pérdidas. Y lo que disminuía en gramos, lo ganaba en angustias. Angustias que me impedían comer, lo que me hacía adelgazar más. Maldito círculo vicioso y obsesivo que no había forma de romper,  entre otras cosas,  porque yo ya me había diagnosticado un cáncer de estómago terminal. Para qué luchar contra lo inevitable, pensaba con diez quilos menos.

Fue por mayo, ya saben, «cuando face la calor, / cuando canta la calandria / y contesta el ruiseñor...», que a través de un amigo y empujado por él, conseguí cita con un médico, a su vez, amigo suyo. Un hombre cachazudo y culto que, me malicio que advertido por nuestro común de mis neuras, me recibió en el salón de su casa con una cervecita, un plato de quesos extremeños y otro de jamón ibérico. Yo reaccioné viendo aquello como un vampiro ante el agua bendita, pero él  supo darse arte y maña para llevarme a su terreno. Y hablando de literatura, de libros y de poesía durante más de una hora, dimos buena cuenta del refrigerio. Y hasta me sentó bien. Fue entonces cuando me pasó a la consulta, me reconoció, me palpó el estómago y las tripas y diagnosticó: «Tú lo que tienes son muchos gases». Y me recetó Trankimazin, se conoce que para los gases del cerebelo. Mano de santo. Al final del verano había recuperado la color y los quilos. Pero la vida, que muchas veces no se anda con contemplaciones, me dio al poco una lección de forma despiadada e inmisericorde. Porque en el mes de abril del año siguiente, un cáncer de estómago mató a mi madre. Y supe, en carne viva, de los estragos terribles de la enfermedad, de su infinita crueldad. A veces pienso si, además de una lección, no fue una contundente venganza por mi idiotez, un «¡para que aprendas!» terrorífico. Con ella, en el sufrimiento,  además de muchas de mis alegrías se fueron para siempre mis imbecilidades hipocondríacas.

Y a estas alturas de mi vida, después de que en los tres últimos años haya sufrido, sin perder el sentido del humor ni la retranca, una avalancha de citas médicas (urología, cardiología, digestivo, reumatología, analíticas varias, médico de familia...) que destrozan la estadística de los 64 anteriores, con el acompañamiento de 2 operaciones abiertas de hernioplastia, 2 biopsias de próstata, no sé cuántas resonancias magnéticas, no sé cuántas ecografías, 3 o 4 sangrías, una gastroscopia y alguna que otra perrería más, la verdad es que no tengo hueco en la mollera para gilipolleces aprensivas, ni andan mis nísperos para farolillos de feria. Bastante tengo con acudir a las citas y esperar a verlas venir. Pues eso, lo que en una de ellas tenga que ser, que sea, primo. Y el que venga detrás que arree.


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