domingo, 8 de septiembre de 2019

VOLVER A ESA TERNURA


En el año 1962, Violeta Parra compuso una canción que tituló Volver a los 17. En ella nos hablaba, con esa su voz limpia y bondadosa, de la emoción que le suponía el hecho de hacer regresar su corazón a la pureza y al sentimiento de quien empieza a enfrentarse a la vida. Una reivindicación de la sensibilidad como principal argumento para sortear sus acechos imponderables. Una vuelta a la sencillez del amor como defensa ante los avatares del camino. No sé si esa fue su intención cuando la escribió (quién puede ser tan osado como para entrar en la intención poética de cada cual) pero sí digo que, a mí, desde que la escuché por primera vez, me produjo el escalofrío de que era un canto a la ilusión de la vuelta al candor, a un intento de engañar a la vida y a los años recuperando entre las manos el tiempo de la pureza y la entrega desinteresadas.

Cuando nació mi nieta, el pasado día 4 de julio, al verla recién salida del paritorio y sentir que sus ojos abiertos me miraban, me acordé de esta canción. Y sentí que mi corazón volvía, al compás de sus notas y los ojos velados de la niña que miraban sin ver y sin saber, a ese lugar que debería ser siempre. Al refugio intangible de los sueños. A ese cobijo del que nunca debí huir y en el que vive ingenua la esperanza a pesar de los años. A pesar de la vida. A pesar de la muerte, del dolor, de la pérdida. Ella, recién nacida, con su presencia nueva e inconsciente, fue la conjunción perfecta de la vida y vivir. Ausente y en su mundo, limpio, desconocido, ajeno, exacto, encajó al fin la pieza de ese rompecabezas persistente que le faltaba al mío. Renovó mi ternura y regresé al encanto, a la quimera de ver crecer la vida en un momento en que empezaba a sentir la mía como una cuenta atrás. Y sentí que mis hijos eran bebés de nuevo al compás del latido impetuoso de su pequeño corazón neófito. Y recobré mis sueños y mis ansias de engañar a los años y al silencio. Me da la sensación de haber sido abducido y llevado en volandas a ese mundo imposible que se esconde en sus ojos. Y en su risa. Y en sus manos inquietas. Y en su ser porque sí, porque ha nacido, y está viva y le grita al osito de peluche que vuela por encima de su cuna y nunca le contesta. Y se cabrea con él por ignorarla. Sintiéndola tan frágil a pesar de su genio, tan indefensa, tan instintiva, he desandado un buen trecho de mi vida hasta regresar a esa ternura de descubrir, en el brillo nuboso de sus ojos claros recién amanecidos, la luz más limpia, la más cierta y más incuestionable. Y el amor más intenso y desinteresado revolotea en su cuna cuando duerme y me ensimismo en ella.

El otro día, estando con ella en una terraza de Badajoz, sentado junto a una mesa cercana observé a un señor, entrado en años como yo, con un cochecito de bebé. Estuvo más de diez minutos mirando su interior en una especie de éxtasis silencioso y estático. La única muestra de actividad que interrumpía su estado extático era una sonrisa beatífica y agradecida que iluminaba su cara de vez en cuando. Le verdad es que me sentí reflejado en su emoción aunque yo, culo de mal asiento, prefiera pasear empujando el cochecito. Y esté o no dormida mi nieta, adaptando la súplica del viejo tango a las circunstancias, «le canto como antes, despacito, despacito, mi canción una vez más». En mi caso una canción que no es una, son tres como tres son mis hijos: Canción y huayno, de Mercedes Sosa, es de Andrea; Pajarillo, pajarillo, de Los Cantores del Alba, de Ángela; y No te mires en el río de doña Concha Piquer, de Jaime. Algo así como el misterio de la Santísima Trinidad pero sin ningún misterio ni dogma de por medio y en plan abuelo chocho canturreando con cara de tonto.

Mi amigo y maestro Tomás Martín Tamayo “Masito”, veterano en el disfrute de la abuelidad y, por ello, víctima hasta el 4 de julio de mi envidia callada, me avisaba repetidamente, antes de que yo abuelizara, de que las sensaciones y la emoción de entrar en esa nueva etapa de la vida no se podían describir: «Ya verás, Jaime, ya verás, ser abuelo es... otra cosa, es...». Y a partir de ahí, abrumado por el sentimiento, se limitaba a resoplar, con sonrisa exultante de bienaventurado, sin decir nada más. En fin, que la hija de mi hija Ángela se llama Carla pero yo, en homenaje a mi amigo y cofrade y como agradecimiento a sus intentos de darme un cursillo acelerado de abuelengo, no la llamo Carla, la llamo siempre Masita. Que para eso soy su abuelo. Y los abuelos llaman a sus nietos como mejor les parece, primo.

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