domingo, 22 de septiembre de 2019

LA MÚSICA Y LA VIDA


Quienes hayan leído mis artículos y aquellos que, sin leerlos, me conozcan un algo, se habrán dado cuenta de que la música, sin calificativos que la encasillen, me ha acompañado siempre. Porque anda en mi corazón como una intrusa benéfica, adorable, que me protege generosa y desinteresada, sumisa, convencida. Ella me ha librado siempre de mí mismo diciéndome quién era, incluso cuando esa introspección no me gustaba o dejaba a la intemperie la mentira escondida de mis sueños. En su entrega ignorante y bienintencionada he encontrado consuelo a mis ausencias, refugio entre mis lágrimas y la sensación agridulce de saberme y, a veces, maldecirme. Y el camino indeciso del alma emocionada, esa morada utópica donde habitan proyectos, triunfos y fracasos. La música, en mis pasos, siempre ha sido esa amiga generosa y solícita que venía a socorrerme sin siquiera saberlo y me ha enseñado a conocer quién soy cuando estoy solo siendo sólo yo. Ella esperaba ahí, inconsciente y ausente en el silencio, mi vuelta para darme lo que en ese momento mi egoísmo buscaba entre sus notas. A veces, simplemente, compañía. Y otras veces latido, o emoción, o consuelo, o placer... O silencio, que también puede ser si entiendes los resquicios callados de su espalda y su sino entregado al que es el tuyo.

           
Quienes hayan leído mis artículos y aquellos que, sin leerlos, me conozcan un algo, sabrán que desde el pasado día 4 de julio soy abuelo. Cuando miro a mi nieta, mi cabeza es una sinrazón de melodías que quisiera cantarle, aun dormida, para que se acostumbre a encontrar en la música el refugio inconsútil que le sirva para cuando la vida venga, sin saberlo y sin quererlo ella, de una manera absurda, o incómoda o, tal vez, dolorosa. Para que aprenda a refugiarse en la emoción y el apoyo que ella facilita. Y es que cuando era niño en esa casa inmensa y recogida en la que yo vivía con mi imaginación descontrolada y, sí, bastante necia en ocasiones, la música era un lugar común que nos unía hasta ser todos uno. Y a veces, nueve hermanos, escuchábamos discos como aquellos que se agruparan alrededor de una chimenea buscando su calor. Y cantábamos al compás del tocadiscos sin importarnos nada que no fuera la música y la cercanía. Y el cariño sutil que el disco de vinilo, maltratado y quejoso, nos mandaba, era el olvido de rencores niños y hacía pasajeros los enfados. La música, en mi niñez y en la de mis hijos después, ha sido una manera de estar unidos en el silencio de nuestros corazones, de sentirnos viviendo una misma emoción incontrolada, ajena y nuestra; la sensación de vivir un sentimiento común, distinto, igual y diferente. De sentir en las manos el alma de un cariño inexplicable y cierto. Y de querernos más.

            Mi casa, el hogar de ese entonces, estaba hecha de música. Y cada habitación disfrutaba de una banda sonora independiente que cambiaba según quién la ocupara. No encuentro en las rendijas que los años han abierto en mis venas y en  la piel de mis pasos, ni entre todas las ausencias de un entonces que vuelve y me nubla los ojos, la capacidad de agradecer lo suficiente, a los que están y a los que ya se fueron, la generosidad de haberme hecho su esclavo. Esclavo y sin embargo, libre, con la libertad que ahora mismo, tan dócil y entregado, me da la capacidad de volver a ella para que me auxilie cuando no hay nada ni nadie que pueda hacerlo. Con el convencimiento de que es el amparo en el que encuentro la compañía que sólo ella puede darme. Con la seguridad de saber que siempre estará ahí  para acunar mis sueños, para consolar mis angustias, para recibir mis lágrimas y alegrarse con mis alegrías. Y porque reconozco su paciencia y sé que ella siempre aguarda generosa, callada hasta el encuentro, a que yo vuelva a necesitar de su entrega y de su compañía. La música es como un perro fiel  entregada a un dueño engreído que, sin embargo, es tan solo prisionero de su fidelidad.

           
Escribo este artículo mientras, auriculares de por medio, escucho una selección de canciones que guardo en el ordenador. Y, ahora, ha empezado a sonar una titulada Milonga del cantor, con letra de José Alberto Santiago y música de Carlos Montero. Cantada por este último está incluida en el disco de vinilo de larga duración editado por Movieplay en el año 1973, De las raíces, que atesoro como oro en paño: Por no morirme de solo / yo me abrazo a la guitarra, / uno canta lo que duele / y el dolor nunca se acaba. /  Quién podría con la vida / si alguna vez no cantara.  Y ha sido así que, interrumpiendo  la escritura, la he cantado a dúo y a su compás como un poseso... con 46 años menos y una guitarra quimérica en mis brazos. Y es que a veces la magia de la música es capaz de hechizarnos hasta hacer que vivamos, como una realidad, los imposibles.  

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