Quienes hayan leído mis artículos y aquellos que,
sin leerlos, me conozcan un algo, se habrán dado cuenta de que la música, sin
calificativos que la encasillen, me ha acompañado siempre. Porque anda en mi
corazón como una intrusa benéfica, adorable, que me protege generosa y desinteresada,
sumisa, convencida. Ella me ha librado siempre de mí mismo diciéndome quién
era, incluso cuando esa introspección no me gustaba o dejaba a la intemperie la
mentira escondida de mis sueños. En su entrega ignorante y bienintencionada he
encontrado consuelo a mis ausencias, refugio entre mis lágrimas y la sensación
agridulce de saberme y, a veces, maldecirme. Y el camino indeciso del alma emocionada,
esa morada utópica donde habitan proyectos, triunfos y fracasos. La música, en
mis pasos, siempre ha sido esa amiga generosa y solícita que venía a socorrerme
sin siquiera saberlo y me ha enseñado a conocer quién soy cuando estoy solo
siendo sólo yo. Ella esperaba ahí, inconsciente y ausente en el silencio, mi
vuelta para darme lo que en ese momento mi egoísmo buscaba entre sus notas. A
veces, simplemente, compañía. Y otras veces latido, o emoción, o consuelo, o
placer... O silencio, que también puede ser si entiendes los resquicios callados
de su espalda y su sino entregado al que es el tuyo.

Quienes hayan leído mis
artículos y aquellos que, sin leerlos, me conozcan un algo, sabrán que desde el
pasado día 4 de julio soy abuelo. Cuando miro a mi nieta, mi cabeza es una sinrazón
de melodías que quisiera cantarle, aun dormida, para que se acostumbre a
encontrar en la música el refugio inconsútil que le sirva para cuando la vida
venga, sin saberlo y sin quererlo ella, de una manera absurda, o incómoda o,
tal vez, dolorosa. Para que aprenda a refugiarse en la emoción y el apoyo que
ella facilita. Y es que cuando era niño en esa casa inmensa y recogida en la
que yo vivía con mi imaginación descontrolada y, sí, bastante necia en
ocasiones, la música era un lugar común que nos unía hasta ser todos uno. Y a
veces, nueve hermanos, escuchábamos discos como aquellos que se agruparan
alrededor de una chimenea buscando su calor. Y cantábamos al compás del
tocadiscos sin importarnos nada que no fuera la música y la cercanía. Y el
cariño sutil que el disco de vinilo, maltratado y quejoso, nos mandaba, era el
olvido de rencores niños y hacía pasajeros los enfados. La música, en mi niñez
y en la de mis hijos después, ha sido una manera de estar unidos en el silencio
de nuestros corazones, de sentirnos viviendo una misma emoción incontrolada, ajena
y nuestra; la sensación de vivir un sentimiento común, distinto, igual y
diferente. De sentir en las manos el alma de un cariño inexplicable y cierto. Y
de querernos más.
Mi
casa, el hogar de ese entonces, estaba hecha de música. Y cada habitación
disfrutaba de una banda sonora independiente que cambiaba según quién la
ocupara. No encuentro en las rendijas que los años han abierto en mis venas y
en la piel de mis pasos, ni entre todas
las ausencias de un entonces que vuelve y me nubla los ojos, la capacidad de
agradecer lo suficiente, a los que están y a los que ya se fueron, la
generosidad de haberme hecho su esclavo. Esclavo y sin embargo, libre, con la
libertad que ahora mismo, tan dócil y entregado, me da la capacidad de volver a
ella para que me auxilie cuando no hay nada ni nadie que pueda hacerlo. Con el
convencimiento de que es el amparo en el que encuentro la compañía que sólo
ella puede darme. Con la seguridad de saber que siempre estará ahí para acunar mis sueños, para consolar mis
angustias, para recibir mis lágrimas y alegrarse con mis alegrías. Y porque
reconozco su paciencia y sé que ella siempre aguarda generosa, callada hasta el
encuentro, a que yo vuelva a necesitar de su entrega y de su compañía. La música
es como un perro fiel entregada a un
dueño engreído que, sin embargo, es tan solo prisionero de su fidelidad.

Escribo este artículo mientras,
auriculares de por medio, escucho una selección de canciones que guardo en el
ordenador. Y, ahora, ha empezado a sonar una titulada
Milonga del cantor, con letra de
José Alberto Santiago y música de
Carlos Montero. Cantada por este último está incluida en el disco
de vinilo de larga duración editado por Movieplay en el año 1973,
De las raíces, que atesoro como oro en
paño:
Por no morirme de solo / yo me
abrazo a la guitarra, / uno canta lo que duele / y el dolor nunca se acaba. / Quién podría con la vida / si alguna vez no
cantara.
Y ha sido así que, interrumpiendo
la escritura, la he cantado a dúo y a su
compás como un poseso... con 46 años menos y una guitarra quimérica en mis
brazos. Y es que a veces la magia de la música es capaz de hechizarnos hasta
hacer que vivamos, como una realidad, los imposibles.