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(Fuente: Diario HOY) |
Ando de médicos. Eso no es malo ni
bueno. Digo de entrada. Cuando algo falla o renquea o anda (como diría mi
admirado
Cantinflas) ‘zangolotineando’
por los entresijos de este invento inigualable que es el cuerpo de cada cual,
lo mejor es buscar ayuda y acudir a quien puede aliviarte tus, unas veces,
neuras, y otras, qué vamos a hacerle, dolencias. Pues bien, en los dos últimos
años (maldita sea mi estampa) he conocido más médicos que en toda mi vida
anterior. Nada que objetar por el hecho en sí, al contrario: me arreglaron la
hernia inguinal, me mantienen la hemocromatosis controlada, acabaron con la
Helicobacter Pylori apoltronada en mis intestinos, metieron en vereda mi
hipertensión arterial, mataron al culebrón que torturaba mi espalda, han
conseguido que mi hígado Estrella Galicia se comporte como un buen chico y,
ahora, andan engatusados con mi próstata y ya veremos a ver cómo me solucionan
ese incordio aún indefinido. Confío en ellos no por inercia, ni por obligación,
ni porque a la fuerza ahorquen, sino por convencimiento. No sé si estaré tocado
por la mano del dios Esculapio o he tenido mucha suerte en mi experiencia, pero
este periplo médico intensivo me ha servido para constatar la opinión que ya
tenía, cual es que la sanidad en Extremadura (o al menos en Badajoz) tiene unos
profesionales excelentes. Siempre hay alguna excepción pero, en cualquier caso,
nada importante y ‘estadísticamente despreciable’.

El problema que más me incomoda en
el escenario de mis relaciones sanitarias no es con sus profesionales, sean
estos médicos, enfermeros, celadores, auxiliares o funcionarios, de los que no
tengo queja alguna, todo lo contrario; ni con la enfermedad en sí misma; ni
siquiera con la incertidumbre de su deriva. Quienes consiguen llevar a lo más
alto de la intransigencia e incluso de la sinrazón mis arrebatos misántropos,
mis ataques de cólera, son los cofrades del pasillo, los pacientes impacientes
e insoportablemente dicharacheros que se sientan junto a mí a la espera de ser
recibidos por el médico de familia o de ser llamados para una extracción de
sangre. Y pongo estos dos ejemplos porque es en el Centro de Salud donde he
sufrido y sufro de manera más dañina, frecuente e inmisericorde, sus agresiones
a mis deseos de silencio, de invisibilidad y de aislamiento. Parlotean como
loros vesánicos en dura pugna por ver quién presenta un currículo de
calamidades más granado, critican sin mesura si la espera se alarga más allá de
la hora fijada, no suelen apagar sus móviles y, en fin,
avezados en la tortura como están, detectan
cualquier mínimo resquicio, cualquier distracción que tengas por momentánea que
esta sea, para darte la tabarra con idioteces inanes, maluras y miserias varias
que a ti te importan una puñetera mierda. La mayoría de ellos, además, son
presa de una obsesión patológica y me temo que pandémica que les crea la
necesidad imperiosa de saber a qué hora están citados todos y cada uno de los
que allí esperamos. A mí me lo han preguntado alguna vez. Y desde que decidí
plantarme y no permitir que se aprovecharan con tanto descaro de mi urbanidad,
jamás contesto. En realidad, cuando entro en el CS, ni saludo, ni conozco, ni
hablo, ni escucho. Me siento, abro el libro electrónico, me pongo a leer y solo
vuelvo en mí cuando mi médica o enfermera me llama. Y cuando acaba el trámite,
salgo pitando harto de pelmazos y cataplasmas.
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(Fuente: Duna) |
Como decía antes, últimamente y por
mor de unos nódulos díscolos instalados en mi próstata, he ampliado mi círculo
médico. Andan ahí galenos y galenas tratando de averiguar si estos gurullos
impertinentes pasan o no de díscolos a gamberros o, directamente, se tiran al
barro de la delincuencia sin escrúpulos. Eso me ha llevado a actuar en el
servicio de Radiología del Hospital, por ahora, Infanta Cristina, donde he sido
protagonista, como sujeto pasivo, de dos biopsias. La prueba se hace vía rectal
y no es nada agradable, para qué mentir. De modo que esperas en el pasillo a
que te llamen, sentadito, descompuesto, con la sensación de que vas camino de
un calabozo de Guantánamo. Cuando te toca (¡un cubo, una pelota!) no entras
directamente al lugar de los hechos. Pasas antes por un pequeño cuarto de baño
donde te desnudas y te vistes con un camisón verde abierto por detrás. Y
accedes al escenario empujado por una mano invisible que te impide dar marcha
atrás y salir corriendo al grito de “¡a mí dejadme que lo que sea, sonará!”. Y
allí te encuentras con un equipo que, por el arte de magia de su empatía, de su
pericia, de su generosidad y de su solvencia, transforma tu angustia en sosiego.
Y te abren una vía, te tumban en la camilla en posición fetal con el culo ofrecido
y te van llevando pasito a paso por ese camino peliagudo y más que molesto que
debes recorrer. Y lo hacen con tal delicadeza que tienes la tierna sensación de
que el dolor que sufres es también suyo. Qué más se puede desear... Pues con
todo y eso, por lo que a mí respecta, solo una cosa: No tener que hacer
triplete, primo.
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