sábado, 6 de diciembre de 2014

TXIQUITOS DE SANGRE


Según el último barómetro del CIS de noviembre pasado, los tres asuntos que más preocupan a los españoles en la actualidad son, por este orden, el paro, la corrupción y los problemas de índole económica. En cuarto lugar, “los políticos en general, los partidos políticos y la política”, o sea, en una interpretación amplia, la base que sustenta dos de los tres poderes del Estado de Derecho, el ejecutivo y el legislativo. En décimo lugar, y sólo para el 3,6% de los encuestados, aparecen los relacionados con la administración de justicia, la tercera pata del banco de la ortodoxia teórica. Bien es verdad que, por simple estadística, la mayoría de la población nunca pisará un juzgado si no es para casarse o para inscribir a los hijos en el Registro Civil, por lo que esa sensación despreocupada con respecto a esta institución fundamental en el acontecer diario de un país es producto, probablemente, de la lejanía y ajenidad con que es percibida. Incluso estoy por asegurar que un tanto por ciento elevadísimo de ese 3,6%  forma parte, de una u otra forma, del estamento judicial.

No deja de sorprenderme esa percepción de indiferencia al pensar que estamos hablando de la institución que tiene en sus manos, con mucha más impunidad y amparo que las otras dos, la potestad, a través de sus jueces, de dar y quitar, directa a o indirectamente, algo tan fundamental como es la libertad de cada uno de nosotros si alguna vez, el destino no lo quiera, debemos pasar por sus horcas caudinas. Ellos se ponen las togas con sus puñetas, te miran como si no estuvieras y a esperar a que dicten qué serás a partir de entonces. A no ser, claro, que aquellos que tienen en sus manos esa tantas veces sutil y caprichosa concurrencia que hace que nuestro destino venga a ser el que es y no el que debiera, en lógica, haber sido, sean personas tan razonables en su sinrazón como las tres que integran la Sección Primera de la Audiencia Nacional. Y es que nunca ha de faltar un roto para un descosido.

Este pasado jueves, en un alarde de magnanimidad digna del mayor encomio, estos tres Salomones, Manuela Fernández de Prado, Javier Mártinez Lázaro y Ramón Sáez Valcárcel, seguro que dignos hijos de sus madres, han querido demostrar que las horcas pueden tornarse lazos de guirnalda y la rigidez, urgente ductilidad, poniendo en libertad a dos etarras: Alberto Plazaola, condenado en 1977 a 46 años de cárcel y  Santiago Arrospide Sarasola, “Santi Potros”, condenado a 3.122 años de cárcel en 11 sentencias como inductor de varios atentados terroristas, entre ellos el de Hipercor (21 muertos y 45 heridos), y el de la plaza de la República Dominicana (12 guardias civiles muertos y 32 heridos). Detrás de ellos, si nadie lo remedia y más antes que después, está previsto que salgan Francisco Múgica Garmendia, “Pakito”, condenado a más de 4.500 años de cárcel, 2.354 de ellos por el atentado de la casa cuartel de Zaragoza (11 muertos, entre ellos 5 niñas, y 88 heridos), y Rafael Caride Simón, autor material de la masacre de Hipercor, por la que fue condenado a 790 años de prisión. Parece que esta vez la justicia, gracias a la celeridad de tan dignos representantes del Olimpo procesal, ha echado por tierra la proverbial lentitud de la justicia en España porque, de haber tardado 24 horas más en decidir, les hubiera sido imposible liberarlos al entrar en vigor una ley que pone restricciones a la triquiñuela legal a la que se han acogido para el dislate, de modo que había que darse prisa. Y bien que se la dieron. “Las prisas ‘pa’ los delincuentes y ‘pa’ los malos toreros”, decía Juncal. Y qué razón tenía.

Ironías aparte, torpe recurso en el que busco amparo para impedir que la indignación haga que supere los límites de una prudencia calculada y triste, no soy capaz de asimilar el disparate. Porque me hace sufrir lo grotesco de unas sentencias a miles de años que no valen ni el papel en que están escritas. Porque no entiendo que un país como el nuestro, teóricamente civilizado y democrático, se permita el lujo de que la ley sea soporte de la injusticia, que tipejos como estos que han causado tanto dolor inútil y tanta muerte irrazonable, salgan a la calle a respirar el mismo aire que respiran los que aún lloran por los muertos que ellos causaron. Ante situaciones como ésta me siento indefenso e  inútil, porque sé que no hay remedio, que esta rueda continuará rodando, impertérrita, que mañana también tendrá un mañana y los desatinados jamás rendirán cuentas ante nadie, seguirán con sus puñetas y sus togas -ufanos quizá en su mezquindad, acaso convencidos de sí mismos- despreciando la pena de las víctimas. Y la vida de los que vivimos se cuajará de asombros similares y durará la muerte de los muertos, absorta en sus silencios. Me pregunto si alguien tendrá valor para limpiar la sangre doblemente derramada.

1 comentario:

Muli dijo...

Me encabrono de una manera tremenda cuando me entero de estas cosas.
Siento impotencia,rabia,dolor,pena...
Me ha gustado mucho el comentario.
Un abrazo.
Muli