En mis inicios casi prehistóricos
como funcionario en la Universidad de Extremadura, cuando el campus de Badajoz,
con más barbechos que construcciones, hacía verdadera justicia al significado
de la palabreja, todos sus Servicios Centrales, incluido el ICE, cabían en
apenas 4 salas de mediano tamaño. No sé el número exacto de personas que
conformábamos la cuadrilla pero me atrevo a asegurar que no más de 25. Las
relaciones eran, pues, casi familiares, incluyendo las consabidas e inevitables
distorsiones familiares producidas por algún indeseable que aún sigue en la
brecha. El grueso de la tropa nos llevábamos razonablemente bien, convivíamos
sin problemas y “combebíamos” con menos problemas aún. Incluso había lugar para
las bromas, ninguna de ellas pesada, generalmente urdidas por un par de
elementos maquiavélicos que no desaprovechaban ocasión para hacer trastadas.
Una de las más logradas la tramaron contra Fernando, hombre bueno y paciente
que tenía la costumbre de tomar, junto con el café de la mañana, al menos una
copita de anís. Más que nada para entonar los huesos y escalofriar los
músculos. Solía acompañarle Rafael, un cachondo de Cheles que, llegado el
momento, se prestó a ser cómplice del dúo chancero. Éstos enjaretaron sendos
escritos, ficticiamente firmados por el Gerente y dirigidos a cada uno de los
tempraneros degustadores de matalahúva, en los que se les reprendía por su
actitud disoluta y contraria al decoro que debían guardar como miembros de la
comunidad universitaria. Al tiempo, se les conminaba a que abandonaran de
manera inmediata esa fea costumbre so pena de ser objeto de expediente
disciplinario incoado en su contra, que podría resolverse con la inmediata
expulsión de ambos de la institución.
Fernando recibió la misiva
admonitoria en su mesa de trabajo. Después de leerla, cuando recobró la
presencia de ánimo y las fuerzas necesarias en sus piernas para que pudieran
sostenerlo, salió pitando en busca de Rafael con el fin de comprobar si había
recibido escrito similar y de ser así, como estaba convencido, consensuar la
estrategia a seguir. Éste, que él creía compañero de infortunio y no
copartícipe en el pitorreo, lo convenció de la gravedad del asunto y de la
necesidad de que suprimieran el rito del anisete, porque se estaban jugando el
puesto y el oprobio público. Y así lo hicieron... al menos en collera. Porque
Fernando, hombre de costumbres, era reticente a dejar sin más una tan arraigada
en su rutina y, por otra parte, tan beneficiosa para encarar con optimismo y
diligencia el monótono quehacer cotidiano. De modo que, venciendo su carácter
pusilánime y haciendo de su necesidad virtud, ideó una táctica para disfrutar a
diario del lenitivo prohibido, sin que ello supusiera correr riesgos
innecesarios que hicieran peligrar su empleo. Así, sacrificó el paladeo del
elixir por la rapidez en su ingesta. Para el camino de ida hasta el bar y
vuelta a la trinchera, trayecto en que se exponía, a cuerpo gentil, al incordio
del presunto enemigo, concibió una maniobra de distracción simple pero efectiva.
Una sabia combinación de celeridad y despiste. Aprovechando que el bar de
Isidro estaba contiguo a la sala de reprografía, o sea, una sala con una
fotocopiadora antediluviana, convino con él que cuando se asomara, a la ida,
pusiera en el trozo de barra que quedaba detrás de la puerta y, por tanto,
oculto al mundo exterior, una copita de anís. A la vuelta, entraba como un
rayo, se escondía tras la puerta de miradas indiscretas, se metía de un trago
el lamparillazo y salía escopeteado. Máximo, diez segundos. Una acción
fulminante. Y como maniobra de distracción que le sirviera de coartada o de
excusa para sus incursiones, siempre se proveía de una carpetita azul llena de escritos desechados, que iba o venía
de fotocopiar según la dirección en que lo pillara el ‘tocahuevos’ de turno.
Todo un prodigio de pericia.
Pero una mañana aciaga hubo una
conjunción de circunstancias que llevaron a Fernando a pensar que,
irremisiblemente, el final de su trayectoria en la Uex había tocado a su fin.
De la que iba al paripé fotocopiador, su parapeto estaba ocupado. De manera que
a la vuelta, ya algo angustiado por esta inconveniencia, Isidro le señaló el
fondo de la barra. Allí lucía su copita de anís, huérfana y desamparada. Se
armó de valor, recorrió nervioso el trecho que los separaba y, no bien la había
cogido, apareció Rafael que, relajado en su rol de gancho o quizás olvidado ya
del asunto, fue hasta él, pidió otra copa y lo entretuvo en la charla. En esas
estaban cuando nuestro protagonista, más relajado, degustando la copa como
antaño, divisó en la puerta la figura del gerente que le hacía señas para que
se acercara. Y ahí se le precipitaron, en yuxtaposición, la flojera y el crujir
de dientes, al tiempo que toda la negrura del futuro más tenebroso hizo presa
en él. Miró a su compañero y, con un hilillo de voz apenas audible, demudada la
color, le dijo: “La ‘caguemos’, Rafa. Nos manda ‘pa’ Cheles”. Se acercó hasta
el jefe y comenzó a balbucear excusas que el otro ni entendía ni vislumbraba a
qué cuento podían venir. Se limitó, desconcertado, a lo que iba, pasarle una
orden de transferencia que tenía que hacer con cierta urgencia, y luego “miró
al soslayo, fuese y no hubo nada”.
No sé si Fernando descubrió o se
malició la trama. Bien es verdad que siguió yendo a tomar la copita diaria
pero, por si las moscas, lo hacía siempre escondido detrás de la puerta y con
su carpetita azul bajo el brazo llena de papeles, inútiles para todos menos
para él.
2 comentarios:
Estupendo comentario.Me he reído mucho,que buena falta nos hace un poco de risa.
Un abrazo.
Un magnifico relato que lo he disfrutado enormemente. Gracias
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