Tras la caída de la dictadura de
Primo de Rivera en enero de 1930, el 12 de abril de 1931 se convocaron en
España elecciones municipales. Esta convocatoria en realidad era, ante la
impopularidad y el aislamiento cada vez más dramáticos del rey Alfonso XIII y,
por ende, de la institución monárquica, una huida hacia adelante del gobierno
del general Berenguer en un intento de volver al statu quo de tolerancia anterior
a la dictadura. Intento baldío porque el alejamiento y el deterioro
institucional ya habían calado en el pueblo que, cada vez con más fuerza,
albergaba una esperanza republicana que les devolviera la libertad hurtada por
un rey pusilánime e inseguro cuya soledad era ya irrestañable. En este
escenario las elecciones fueron asumidas por la ciudadanía como un plebiscito
para escoger entre monarquía o república, y aunque el número de concejales de
las formaciones promonárquicas (29.953) fue muy superior a los obtenidos por
las prorrepublicanas (8.855), dado que
éstas obtuvieron una incontestable mayoría en las principales ciudades
españolas las cañas se tornaron lanzas y la solución, como suele ocurrir cuando
ésta es torpe, entró a formar parte del problema que pretendía resolver. Dos
días después, 14 de abril, se proclamó la República y el rey tomó el camino de
un exilio que sólo pudo remediar de cuerpo presente. En noviembre de ese 1931,
las Cortes acusaron a Alfonso XIII de alta traición en los siguientes términos:
Las Cortes Constituyentes declaran
culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos
del acta acusatoria, al que fue rey de España, quien, ejercitando los poderes
de su magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más
criminal violación del orden jurídico del país, y, en su consecuencia, el
Tribunal soberano de la nación declara solemnemente fuera de la ley a don
Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Privado de la paz jurídica, cualquier
ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio
nacional.
El 25 de mayo pasado se celebraron elecciones europeas en España. Con
el deseo generalizado entre la ciudadanía de castigar a los dos grandes
partidos, ganado a pulso por éstos a base de recortes económicos, paro
galopante, merma de libertades y, sobre todo, por corrupciones de todo tipo
huérfanas de una reacción ejemplarizante de limpieza, también éstas se
transformaron, burla burlando, en un plebiscito que refrendaría o invalidaría
la solidez del bipartidismo PP-PSOE hasta ahora inamovible. El varapalo
electoral sufrido por ambos ha sido tan contundente que, aun ganando, han
perdido. Y los siete restantes, habiendo perdido, se sienten ganadores a pesar
de que su botín vaya sólo de 1 a 6 escaños por agrupación. En plena digestión
de los resultados y para añadir picante al guacamole, el rey Juan Carlos,
físicamente mermado y con una imagen pública más mermada aún por sus meteduras
de pata y por las salpicaduras de las correrías de su hija y de su yerno, nos
anuncia su abdicación el pasado lunes. Y ahí es donde algunos se empeñaron en
ver cerrado el círculo de la historia y, haciendo de la anécdota categoría, se
apresuraron a equiparar la realidad actual a la de hace 83 años. Esta simpleza
científica traída con calzador y motivada en la mayoría de los casos por
intereses espurios, me ha proporcionado, dicho sea de paso, la ocasión de
disfrutar estos días de algunas opiniones y de algún ejercicio de parasicología
histórica absolutamente descacharrantes.
Para la misma tarde del lunes se convocaron manifestaciones que pedían
un referéndum que decidiera entre monarquía o república. Salieron a la calle
miles de personas que los organizadores elevaron al estatus de “clamor popular”,
y a la palestra Cayo Lara que exigía la convocatoria de la consulta para que el
pueblo hable (no sé si con la intención de que diga lo que él pretende
escuchar) y pueda elegir entre “monarquía o democracia”, oponiendo de forma
tramposa dos conceptos que de ninguna manera son opuestos, como no lo son, por tratar
de igualar su absurdo, las patatas fritas y el teorema de Tales. Tamaña memez,
largada con énfasis pontifical, lo deja en lugar poco apetecible no sólo por el
hecho de decirla, que también, sino por el de reconocer de forma implícita que,
según su criterio, él mismo está formando parte de la estructura de poder de un
Estado que, por monárquico, no es democrático. La tontería, rizando el rizo
demagógico, es sublime. Ahora sólo queda, para igualar presente y pasado, ver a Juan
Carlos I “privado de paz jurídica” y así poder correrlo a banderazos tricolores
por la estación de Atocha camino de su exilio, quizás en Botswana. Es por eso,
me malicio, por lo que Cayo Lara y Pablo Iglesias, a codazos para ver quién de
los dos se cuelga la medalla de ser quien lidere esta marea republicana, quieren
impedir la posibilidad de que el rey goce de aforamiento. Pensarán que, para
aforados, ya están ellos dos.
En fin, la cantidad de despropósitos que se ha amontonado ante mis ojos
atónitos en apenas unos días, me tiene con el gollete obstruido. De momento, como
primera providencia y huyendo de que se me pueda incluir en ese totum
revolutum que se dio cita en la Puerta del Sol donde, unidos por un furor antimonárquico
ciego e irreflexivo, se amontonaron de forma impúdica miembros de la izquierda
más intolerante con integrantes de la derecha más oscura, he dejado en casa la
pulsera tricolor que solía lucir en mi muñeca. Que ser republicano no tiene por
qué llevar aparejado el formar parte de esa patulea incongruente.
1 comentario:
Amigo Jaime. El problema no es monarquía o república. Lo más indignante de la monarquía actual es que el rey y sucesores directos creen de sí mismos que han nacido y han sido preparados para ello, mereciendo el privilegio que tienen y haciendo a los ciudadanos el enorme favor de ampararlos como desprotegidos súbditos.
Lo más indignante de la república es que habría un presidente de la república como Aznar, Felipe, Zapatero,Ibarra,Vara,etc,.... y los mismos partidos con las mismas caras, las mismas sectas ideológicas, los mismos trileros, los mismos vendehumos,...que con la monarquía.
El problema en fin, es el sistema, que no desaparecerá sin una revolución o cataclismo total que cambie a otro que elimine el concepto mántrico inoculado en nuestro cerebro de competir,especular, producir, comprar, usar y tirar sin fin, o llegaremos a un punto sin retorno que nos destruirá.
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