sábado, 28 de junio de 2014

MI BELVÍS DE MONROY


Para el curso 1985-86, mi santa, maestra de escuela, obtuvo destino definitivo en Guadiana del Caudillo según un primer listado provisional. Presentó la documentación a principios del curso anterior en el que yo era aún funcionario en activo de la UEX, acogiéndose al “derecho de consorte” vigente en aquel tiempo. Cuando salió la  lista definitiva yo estaba ya en la Editora Regional de Extremadura, ocupando un puesto de libre designación, con lo que el “derecho de consorte” salió por la ventana en el instante en que yo franqueaba la puerta de mi nuevo destino. O sea, cagaluta a la cagada. Y Guadiana del Caudillo mutó, por arte de birlibirloque, en Casas de Belvís: los 32 quilómetros se transformaron en más de 200, y lo que iba a ser un ir y venir diario, en un traslado de residencia monoparental con una cría de 5 años, Andrea, y otra, Ángela, nacida el día de San Pedro de ese 1985. Ni mi santa ni yo, ignorantes dobles, habíamos oído hablar de ese lugar, y como en esos días ni había guguel (léase con acento nasal) ni Cristo que lo fundó ni fundación alguna, cristiana o no,  que nos orientara en la angustia de nuestra ignorancia, pregunté a un amigo transportista con el fin de que nos ayudara en la búsqueda. Su memoria insegura nos dirigió en un “sí, creo recordar” hacia un castillo y un Belvís cerca de Navalmoral de la Mata. Conseguimos un mapa, excelente, de la Diputación y en él descubrimos el puntito negro de nuestro destino. Y así,  agosto en Extremadura,  hacia allá nos dirigimos a conocer la suerte que los imponderables bien ponderados de la oscura burocracia nos habían reservado.

La llegada no pudo ser más desalentadora: mediodía largo, el sol zumbando calores como suele hacerlo en esas fechas y en estas tierras, casas con puertas abiertas y cortinas corridas a las que un viento suave hacía ondear con un ligero frufrú que rompía el silencio de una modorra anticipada, y el coche deambulando lento y tímido por aquellas calles estrechas y vacías de gente. La verdad es que parecía un pueblo fantasma ocupado solamente por los recuerdos de los que se fueron. De improviso, de una de aquellas casas que creíamos deshabitadas salió una mujer, a la que abordamos antes de que se refugiara de nuevo del calor sofocante. Ella nos indicó, después de presentarnos, que debíamos ir hasta Belvís para hablar con don Ramón, que era el director de la escuela, y a quien creo que, para empezar bien la cosa, le fastidiamos la siesta. No obstante nos atendió con cordialidad y nos orientó sobre el trabajo de mi santa y las casas alquilables. Nos volvimos a Badajoz con el corazón encogido pensando en el desbarajuste que teníamos a la vuelta de la esquina. Pero a veces la vida se equivoca y acaba portándose bien, cambiando a gloria bendita lo que presagiaba infierno.

Mi santa estuvo allí destinada 4 cursos que yo me tiré yendo y viniendo fin de semana a fin de semana, cada vez con más ganas de ir y menos de volverme, porque a Belvís llegamos pensando en cuándo podríamos irnos, y nos fuimos soñando con cuándo volver. Y es que nos recibieron con una generosidad y un cariño que aún me emocionan. Así, día a día, fuimos conociendo a quienes hicieron posible que los fines de semana de esos 4 años hayan sido, para mí, los más felices de cuantos recuerdo, y que mi mujer y mis hijos se sintieran siempre acompañados, porque siempre había alguien dispuesto a echar la mano necesaria: Concha y Vidal, Manolo y Rosamari, Ramón y Virginia, Matilde y Jose, Lita y Delfín, Antonia y Antonio, Ilumi y Felipe, Flori y Julio, Piedad y Miguel. Y Gini, Manueles, Montaña, Susana, Rosi, Pablo, Elena, Sergio, Sheila, David, Jesús... Y Juan, el basurero, que recogía las bolsas de basura con un carro tirado por una mula que hacía el recorrido según su leal saber y entender; el Tortas, filósofo de lo cotidiano; los Suponte, padre e hijo que se enfrentaban a desgracias suponiéndolas...  Un pequeño Macondo que parecía hecho a la medida de mis ensueños, en donde la rutina, envuelta en el realismo mágico que supone vivir por despertarte, se transformaba en un rito distinto cada día. Las pequeñas sorpresas endulzaban los pasos por sus calles empedradas de sueños y ternuras de otra infancia, ajena y mía.


Añoro aquellas mañanas de sábado en las que el tiempo transcurría lento y relajado, en las que la vida quedaba suspendida en los olores, en la luz, en los voces de los niños que llenaban de vida los silencios. Y me emociono volviendo a ese momento, eterno en mi memoria, al compás del milagro de la música que sigue estando aquí, caritativa, endulzando el dolor de la nostalgia que ella misma provoca sin saberlo. Me hace bien la memoria de esos días, de esas gentes a las que siempre recuerdo sonriendo. Tengo en aquellos rincones más cariño escondido que en ningún otro sitio en que haya podido estar. Y al volver, menos de lo que me gustaría, quizás temeroso de que el tiempo haya ido destruyendo la ilusión evocada, siento que ese cariño sigue viviendo en mi Belvís de Monroy como si nunca me hubiera ido. Y allí me espera siempre, como una novia fiel y enamorada.

2 comentarios:

Muli dijo...

Entrañable y hermoso comentario.
Un abrazo.

Carlos Rivero. dijo...

Muy emotivo y evocador.
Vivencias que conforman cada pieza del mosaico de nuestras vidas...
Un abrazo.