sábado, 22 de febrero de 2014

EL HERMANO MURO Y LA "CONGRE"

He leído estos días , en las Cartas al Director del diario HOY, hasta dos de ellas referidas al Hermano Muro, recientemente fallecido. Y su lectura, a pesar de que lo que en ellas se decía iba por derroteros muy ajenos a las vivencias que compartí con él, me ha traído a la memoria los años de mi vida en que lo conocí y lo traté. Y, por cercanía, han aflorado recuerdos, aturrullados y sin orden, de los años vividos al amparo de la Congregación de Santa María y San Estanislao, o así, ubicada en un destartalado edificio de la calle Bravo Murillo de Badajoz, bajo el auspicio de los Padres Jesuítas. Me han venido ahora fogonazos de su olor, de los escalones de pizarra de su empinada escalera, del ruido de futbolines y pelotas de ping-pong, y del sonido acompasado y monótono de un proyector de cine que, cada fin de semana, ofrecía joyas como Las aventuras de Kit Karson que alimentaban mi pasión cinéfila en ciernes.  Y, sobrevolando los recuerdos más o menos concretos, el rescate de una sensación de bienestar ligada a ellos. Porque en la “Congre”, francamente, lo pasábamos muy bien, en un ambiente abierto y sin agobios dogmáticos que, además, nos sirvió, a unos pocos canallas de entre 13 y 15 años, como banco de pruebas para desarrollar nuestras dotes para la subversión y la rebeldía. A lo más alto de su escalafón que llegamos fue al grado de Aspirante, y eso sólo gracias a la bondad del Hermano Muro, de la que nos aprovechábamos como bellacos. Nuestro equipo (Ricardo, Antonio Cosme, Paco...) era como un comando independiente incrustado en el engranaje de aquella estructura que, con una terca labor de zapa, conseguía lo que se proponía, unas veces con negociaciones al más alto nivel y, otras, apelando a burdas técnicas de boicoteo, cuando no directamente a la guerra de guerrillas, petardos y bombas fétidas de por medio.

Uno de nuestros mayores logros fue conseguir que nos cedieran una habitación para nuestras reuniones. En una de sus paredes,  no sé a santo de qué, clavamos una hoja de periódico con un anuncio de zapatos en el que aparecía un señor sonriente bajo un eslogan que decía: ”Cuando Pepe Albadalejo lo celebra, todo el mundo lo celebra”. Y Pepe Albadalejo pasó a presidir nuestras reuniones desde el exilio de su afiche. Alguien, en una de esas, aportó un juego de química Cheminova y, a partir de ese momento, aquella habitación además de sala de debate pasó a ser también laboratorio clandestino propio del diabólico doctor Pat. Formar parte de aquel grupo científico no estaba al alcance de cualquiera, pues el que quisiera pertenecer al mismo debía pasar antes un examen en el que demostrara tener los conocimientos necesarios para el manejo de sustancias altamente peligrosas: azufre, clorato potásico, amoníaco, ácido nítrico... Ninguno de los candidatos lo logró. Los suspendimos a todos. Una tarde, quizás por la delación de uno de estos frustrados ayudantes de laboratorio, se presentó en nuestro “sanctasanctórum” el buenazo del Hermano Muro y nos pescó en mitad de un experimento. Yo calentaba, al calor de la llama de un mechero de alcohol,  una probeta con no se qué pócima en su interior. En el fragor de la negociación tratando de convencerle de nuestra pericia y de que nos permitiera continuar con nuestros ensayos científicos, descuidé la vigilancia del cocimiento que, de improviso, entró en ebullición mientras desprendía un humo denso y apestoso para, sin solución de continuidad y en menos que dura en parpadeo, pegar un petardazo que nos hizo huir a todos despavoridos camino del patio, afortunadamente indemnes. Entre jaculatorias atropelladas, un demudado Hermano Muro clausuró de inmediato aquella instalación suicida, haciendo requisa de todos los archiperres y potingues que albergaba. Creo que con ese ejercicio de autoridad inflexible, de los pocos que le vi en aquellos años porque siempre se prestaba al razonamiento y, la mayoría de las veces, a la condescendencia, nos libró a más de uno de alguna mutilación, si no de algo peor.


Una vez pasados los trámites de la sabatina y de alguna charla de la que no podíamos escaquearnos, en la que se nos hablaba de “la turbamulta enfangada en lo más abyecto del vicio” o de la “flor de las cumbres, difícil y escondida”, como metáfora de la vida virtuosa, la actividad estrella de aquella congregación eran los Campamentos de Verano. Entre las muchas barrabasadas que le hicimos por aquellos campos de Hoyos del Espino, recuerdo una vez que nos habló del frío que pasaba por las noches. No contentos con haberle montado la tienda encima de una piedra que debía de martirizarle los lomos, le fabricamos un saco de dormir con dos mantas rodeando su cuerpo que atamos a conciencia con una soga, de manera que solo quedaban al aire la cabeza y los pies. Como si fuera un morcón humano, vaya. A trancas y barrancas esa noche lo metimos en la tienda. A la mañana siguiente, como redomados cabroncetes, salimos tempranito hacia el pueblo dejando allí a aquel hombre bueno abandonado a su suerte. Y cuando volvimos, bien entrada la mañana, lo encontramos libre y preparándonos un cocido. No hubo ni una queja, ni un reproche por su parte. Su única preocupación era que el cocido, que le salió de rechupete, tuviera su punto de sal para que nos gustara. ¡Ay, el Hermano Muro! Desde aquel año tan lejano no había sabido de él hasta ahora que vuelve, a mi encuentro, con su muerte. La he sentido tan cercana, tan emocionante, como si el tiempo se hubiera detenido entonces.  

3 comentarios:

Carlos Rivero. dijo...

Emocionante y sugerente.
Un abrazote.

Muli dijo...

Muy bonito,Jaime.¡Qué carita de bueno,tenía el hermano Muro!
Una brazo

Librepensadora dijo...

Siempre es agradable comprobar que hay buena gente, gracias por contarlo y constatarlo.Yo convencida de que somos muchos más los que nos guiamos por las cosas buenas que los que quieren demostrar que estas no existen.Abrazos.