viernes, 25 de febrero de 2011

JUSTICIA RETRIBUTIVA

La situación era agradable. En mi rincón preferido de la barra, saboreando una cervecita bien tirada, degustando unas excelentes aceitunas cacereñas y de tertulia con mi santa y mis amigos. El bar soportablemente ocupado. La temperatura, adecuada. La tímida luz de febrero iluminando discretamente el local. De fondo, en un tono sosegado, el runrún de las distintas conversaciones como música ambiental. Sólo un pequeño nubarrón para que el momento pudiera alcanzar cotas de excelencia: no había cigarrito. En su lugar, en mi caso, un artilugio eléctrico que trata de suplir al original y que viene a ser como la achicoria de pucherete a la “bica” (biba isto com açúcar) portuguesa. Me resigno. Todo sea por mis bronquiolos. Y por no dar argumentos a los talibanes antitabaco. Pero, ¡ay!, qué razón tenía aquel que dijo que si algo es susceptible de empeorar, empeorará. Porque esta situación cuasi idílica que he descrito duró poco. Y la nube pasajera del cigarrillo virtual se transformó, de sopetón, en una tremenda borrasca cuyo vórtice engulló la placidez que disfrutábamos.

Todo empezó con un portazo que retumbó como un obús y que hizo temblar las paredes de la estancia. Volvimos la cabeza ante semejante estruendo y allí estaba el causante del estrépito: una criatura de unos 4 años, especie de Tony Manero liliputiense, vistiendo una chupa de cuero negro con pantalones a juego, el pelo con más fijador que el de Correa en la boda aznarina y, en la boca, un chupete tamaño XXL que era un bofetón a la estética más elemental. Aparecía encaramado en una bicicleta con dos pequeñas ruedas de aprendizaje que, conforme el infante daba pedales, chirriaban con una intensidad decibélica y de agudos absolutamente insoportable, tal que si llevaran arrastrando, enganchada por el vello púbico, a la niña del exorcista en pleno éxtasis satánico. El pijotero niño iba acompañado de su corte de siervos, o sea, padres y abuelos, dispuesta a interpretar todos sus grititos pedigüeños y a complacer, con una diligencia digna de mejor fin, sus caprichos de pequeño dictador. A ellos me dirigí dos veces, suplicándoles que pusieran fin al tormento. A la primera fui correspondido con indiferencia. A la segunda, el abuelo, en un tono pelín airado, me espetó un “¡hombre, que un niño es un niño!”, jodida frase por la que se les da, a estos escogidos prototipos de íncubo canijo, patente de corso para que puedan trepanarte el tímpano y reventarte la trompa de Eustaquio con sus alaridos.

La tortura de chillidos y estridencias me estaba llevando al límite de una resistencia ya socavada porque, para más escarnio, el pequeño e inverecundo sádico había dado una vuelta de tuerca a su actuación martirizante, a saber: una bola saltarina, posiblemente fabricada con una mezcla de caucho y excrementos de canguro, que al ser arrojada con ímpetu histérico contra el suelo por el irredento, botaba y rebotaba a una velocidad endiablada de forma aleatoria e incontrolable, y a la que, en más de una ocasión, tuve que esquivar echando mano de unos alardes gimnásticos y unos reflejos que, debido a mi edad y sedentarismo, andan francamente mermados. Yo no tengo condición de San Tarsicio y no estaba dispuesto a dejarme inmolar por aquel salvaje maleducado, así que ya me encontraba a punto de abalanzarme sobre él y pisotearle con saña el chupete. Fue entonces cuando Némesis, digo yo, vino en mi ayuda. Porque la dichosa pelotita, en una de sus impredecibles evoluciones, impactó en la cara del repajolero niño. Esto hizo que perdiera el control de la bicicleta, aterrizara contra el suelo y fuera a dar una gran y regocijante calabazada contra la puerta de acceso al comedor, que abrió de par en par con su frente, mientras el chupete le salía disparado de su boca chillona. Viendo cómo los familiares, culpables de su mala crianza y su falta absoluta de educación, se afanaban en reducirle el tremendo y justísimo chichón que adornaba su testuz, ganas me dieron de aplaudir de forma entusiasta y, en el colmo de la euforia, pedir con grito emocionado:”¡Otra, otra…!”.

3 comentarios:

Carlos Rivero. dijo...

Eres el maestro de lo intranscendente.De un hecho simple,cotidiano y que pasa desapercibido para el resto..tú le dotas de esencialidad chispeante y colorida, y de una minuciosidad expresiva admirables.
Un abrazo.

Muli dijo...

Me he reído mucho.
La culpa no es del jodío niño.Es de sus padres.
Un abrazo.

Juan dijo...

Divertido comentario y muy bien escrito.
Saludos