viernes, 30 de julio de 2010

HIPOCONDRÍA

El diccionario de la RAE define la palabreja como “afección caracterizada por una gran sensibilidad del sistema nervioso, con tristeza habitual y preocupación constante y angustiosa por la salud”. Se da la paradoja de que hace años, cuando estaba yo más sano de lo que estoy ahora, sufría ataques furibundos de este mal que me arrastraban a la más pastosa de las miserias. Cualquier dolorcillo era el presagio de una enfermedad. Cualquier desajuste, el umbral del desahucio. Eso sí, fumaba como un bicho y, además de cerveza, trasegaba güisqui sin conmiseración. O sea, la paradoja llevada al colmo.


La última arremetida fuerte de esta paranoia, la sufrí tal como el día de San José del año 1984. Esa fecha ha quedado grabada a sangre y fuego en algún lugar de mis adentros. La noche antes, mi santa y yo habíamos estado de parranda. Lo cual, que nos acostamos de madrugada. El 19 amaneció un día espléndido, de esos en lo que marzo mayea y, dado que en esa época yo era aún amigo de la luz y del sol, desperté en un estado de resacoso optimismo, ignorante de todo punto de la que se me venía encima. Una ducha bien caliente para expulsar toxinas me vivificó. Salí del cuarto de baño envuelto en vaho cuando mi santa me miró y, en un tono que a mí me sonó desasosegante y pelín histérico, me dice: “¡Ay, Jaime, ¿qué te pasa en la cara, qué te pasa?!” Parece mentira que una frase, en principio inofensiva, me produjera unos efectos tan fulminantes. No tuve tiempo de llegar al espejo: Sentí que mi piernas flojeaban, que mi cabeza era un torbellino y, frío como un carámbano y farfullando “¿qué me pasa, qué me pasa en la cara?”, me desplomé. El vahído duró lo que tardé en caerme, pero el manto negro de la hipocondría ya había hecho presa en mi alma. O en mi cabeza. A partir de ese día, sentí que mi estómago quedaba reducido al tamaño de una pera y, por más que intentaba comer, no había manera de que me entraran más de dos bocados. En la garganta se me hacía un nudo que apenas dejaba pasar sorbitos de agua. La cerveza, ni olerla. Y el güisqui, ni nombrarlo. La color desapareció de mi cara, que adquirió una tonalidad blanquecina tirando a cerúlea. Evidentemente, comencé a perder peso. Cada día comprobaba mis pérdidas. Y lo que disminuía en gramos, lo ganaba en angustias. Angustias que me impedían comer, lo que me hacía adelgazar más. Maldito círculo vicioso que no había forma de romper, entre otras cosas, porque yo ya me había diagnosticado un cáncer de estómago terminal. Para qué luchar contra lo inevitable, pensaba con diez quilos menos.


Fue en la Feria del Libro, por mayo, cuando a través de Manuel Pecellín y empujado por él, conseguí cita con un médico amigo suyo. Un hombre cachazudo y culto que, malicio que advertido por Pecellín de mis neuras, me recibió en el salón de su casa con una cervecita y un plato de quesos extremeños y otro de jamón ibérico. Yo reaccioné viendo aquello como un vampiro ante el agua bendita, pero él supo darse arte para llevarme a su terreno. Y hablando de literatura, de libros y de poesía durante más de una hora, dimos buena cuenta del refrigerio. Y hasta me sentó bien. Fue entonces cuando me pasó a la consulta, me reconoció, me palpó el estómago y las tripas y diagnosticó: “Tú lo que tienes son muchos gases”. Y me recetó Trankimazín, se conoce que para los gases del cerebelo. Mano de santo. Al final del verano había recuperado la color y los quilos.


Pero la vida, que muchas veces no se anda con contemplaciones, me dio al poco una lección de forma despiadada e inmisericorde. Porque en el mes de abril del año siguiente, un cáncer de estómago mató a mi madre. Y supe, en carne viva, de los estragos terribles de la enfermedad, de su infinita crueldad. A veces pienso si, además de una lección, no fue una contundente venganza por mi idiotez, un “¡para que aprendas!” terrorífico. Con ella, en el sufrimiento, además de muchas de mis alegrías, se fueron para siempre todas mis imbecilidades hipocondríacas.

3 comentarios:

Carlos Rivero. dijo...

Me alegra que superaras la dichosa hipocondría aun pagando el alto precio por y del sufrimiento de un ser tan querido.
Un abrazo Jaime.

Anónimo dijo...

KILOS NO QUILOS

Jaime Álvarez Buiza dijo...

quilo1.

(Del lat. chylon, y este del gr. χυλός, jugo).


1. m. Biol. Linfa de aspecto lechoso por la gran cantidad de grasa que acarrea, y que circula por los vasos quilíferos durante la digestión.

sudar alguien el ~.

1. loc. verb. coloq. Trabajar con gran fatiga y desvelo.



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quilo2.



1. m. kilo.



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quilo3.

(Del mapuche quelu, colorado).


1. m. Chile. Arbusto de la familia de las Poligonáceas, lampiño, de ramos flexuosos y trepadores, hojas oblongas algo asaeteadas, flores axilares o aglomeradas en racimo, y fruto azucarado, comestible, del cual se hace una chicha.

2. m. Chile. Fruto de este arbusto.



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quilo-.



1. elem. compos. kilo-.

PUES ESO, ANÓNIMO LISTILLO