jueves, 4 de febrero de 2010

A DOS METROS DE LOS INFIERNOS


Llevaba unos días fuera de mí. No estaba a gusto con nada ni con nadie, ni con el presente, ni con el pasado, y el futuro no es que lo viera negro, es que no lo veía. El caso es que, cayendo en un viejo vicio español, me automediqué oficializando a tal efecto el rito de la ingesta vespertina. El torpe lenitivo cumplía su función narcotizando los síntomas, pero al mismo tiempo iba minando mi organismo de forma ladina y soterrada. Dicen que la naturaleza es sabia y avisa. En mi caso, si recibí señales de alarma no las vi o no quise verlas. Y, al fin, ocurrió lo que tenía que ocurrir como consecuencia de esta gota malaya güisquera.

Una noche, acostado ya y en ese estado modorro previo a coger el sueño, sobrevino la catástrofe. Espabilé de golpe y sobresaltado. El corazón no latía, retumbaba acelerado como un tambor histérico, las náuseas amenazaban con egagrópilas de récord y unos sudores fríos me hacían dar tiritonas de muerte. Fui hasta el cuarto de baño y me vi en el espejo. Si la cara es, a su vez, el espejo del alma, la mía era el espejo de un ánima en el espejo. Me vestí apresuradamente, convencido del adiós inapelable. Mi mujer, aun despierta, veía plácidamente la televisión. “¡Llévame a urgencias!”, le dije en un suspiro. Y ella, pobre mía, me miró a la cara y supo que el asunto no tenía buena pinta. A esa hora, la una de la madrugada, había poco tráfico y condujo como una posesa hasta el Infanta Cristina. Llegamos en un pispás. En urgencias me recibió un celador que me llevó en una silla de ruedas con turbo por aquellos pasillos tenebrosos, me pusieron la pastillita blanca debajo de la lengua, un gotero con lo que fuese, me tomaron la tensión, me hicieron un electrocardiograma y una radiografía de tórax y me monitorizaron. Todo esto, vestido con un camisoncito abierto por detrás la mar de sugerente. Tumbado ya en una cama con ruedas, comenzó el peregrinaje hasta encontrar ubicación. Me aparcaron en un pasillito acogedor, donde sólo había otra cama que quedó adosada a la mía por los pies. Yo estaba medio incorporado, lo que me proporcionaba una perspectiva más o menos clara de la misma. Esto me permitió vislumbrar que su ocupante era una anciana voluminosa que se quejaba lastimeramente con ayes entrecortados y regulares. Velaban sus angustias dos mujeres que presumí hija y nieta de la doliente. Todo transcurría de una manera aparentemente sosegada cuando, de forma inopinada, los lamentos de la anciana arreciaron en ritmo e intensidad. Y ahí fue el zafarrancho. En la mano derecha de la hija apareció, como por ensalmo, una cuña blanca que ésta blandía como un florete, mientras con la izquierda, y ayudada por la nieta, levantó las sábanas de la anciana de tal suerte que, frente a mis aterrados ojos, se materializó la presencia pavorosa de unas enormes nalgas blanquecinas, mastodónticas, inconmensurables. Sin solución de continuidad y con la cuña ya desaparecida bajo tamaña humanidad, el cráter de aquel volcán lechoso comenzó a expeler, irrefrenable, sapos y culebras, diablos coronados, belcebúes y satanes de todos los tamaños, con acompañamiento de un alarde de trompetería tal que bien creí llegado el día del Juicio Final. Ante semejante Apocalipsis escatológico mi presencia de ánimo, ciertamente diezmada, acabó por desaparecer. Cerré los ojos y me rendí. “Lo que sea, sonará”, pensé y me entregué en brazos del destino sin importarme el final. Esta indiferencia por la suerte que pudiera correr, pobre y contingente mortal, dio paso a una laxitud mórbida que acabó por dormirme. Lo hice serenamente hasta que el médico, de madrugada, me despertó. Mi santa seguía a mi lado. La cama contigua, inquilina y acompañantes, habían desaparecido camino de sabe Dios dónde. Aproveché el momento, me vestí y salimos pitando de allí. Sin mirar atrás.

Yo no creo en la otra vida, ni en el más allá, ni en la reencarnación, ni en la metempsícosis, ni en el cielo ni en ninguna de esas zarandajas. Pero en los infiernos, ¡vaya si creo! A pies juntillas. Cómo no voy a hacerlo si esa noche estuve apenas a dos metros de su boca.

3 comentarios:

Carlos Rivero. dijo...

Hola Jaime.Primero me alegra que no fuera nada grave lo tuyo.Después déjame decir, aunque sea de forma figurada, que serías el mejor corresponsal de lo que aconteciera en todos esos lugares que citas: cielos,infiernos,masallases,etc..
No he podido aguantar la risa al leer esa magnífica descripción de las vicisitudes de la paciente de la cama vecina.
Un abrazo.

Muli dijo...

No te vuelvas a automedicar que luego te pasan esas cosas.
Un abrazo,Jaime

cele dijo...

toda una aventura la tuya ,presume de ello.saludos