domingo, 16 de febrero de 2020

DESAGRADECIDOS COPETUDOS


A lo largo de mi vida me he encontrado, me imagino que igual que la mayor parte de los humanos, con personas de todo tipo: generosas, rácanas, simpáticas, antipáticas, gorronas, espléndidas, zánganas, trabajadoras, alegres o tristes... Pues eso, de todo tipo. En general las he tratado, según mi leal saber y entender, en justa correspondencia a su actitud conmigo, esto es, con desprecio o estima según correspondiera. Aunque bien es verdad, lo confieso, que por diversas circunstancias y haciendo de tripas corazón, en ocasiones he condescendido salvando a alguien del desdén que, sin duda, se merecía. Mayormente para evitar daños colaterales a terceras personas, inocentes y queridas, que podrían sentirse afectadas si yo tomara el camino de la calle de en medio y mandara, a quien se tratare, a hacer muchas y buenas.

En cualquier caso  hay un espécimen, entre los infinitos que alberga la diversidad de formas de ser de cada cual, que me saca especialmente de mis goznes: Son esos individuos que cuando accedes a lo que te solicitan, o sea, cuando les haces un favor, son incapaces de agradecértelo, por más que uno (yo) se conforme con un agradecimiento tan escueto como una palmadita, el esbozo de una sonrisa o una Estrella Galicia fresquita y gratis. Si el favor solicitado y conseguido no es puntual y se mantiene en el tiempo, algunos, no contentos con su silencio, conforme van pasando los días instalados en la rutina palanca rompen a hablar y, para mayor escarnio y recochineo,  lo hacen para cambiar las condiciones de la misma según su propia conveniencia, con frecuencia a última hora y como hecho consumado que te obligan a aceptar por narices. Pero como siempre hay quien, incluso en situaciones incomprensiblemente absurdas, es capaz de rizar el rizo de la ‘vicecontra’, para rematar la faena están los desahogados que,  finos como un coral, se dan arte y maña para hacer que sientas que eres tú quien debe agradecerles la benevolencia de haberte dejado que les hicieras un favor. La repanocha, vaya. No sólo son desagradecidos, sino también copetudos. O si quieren, sustituyo copetudos por altaneros, vanidosos, altivos, soberbios, arrogantes, vanos, engreídos, fatuos, hinchados... y un largo etcétera que les ahorro para no ser cansino o estomagante.

Como dijo León Felipe, “yo no sé muchas cosas, es verdad, digo tan sólo lo que he visto”. Y es que más de una vez me ha tocado lidiar con uno de estos perdonavidas cargante, de modo que no hablo a humo de pajas. Los desenlaces de tales encuentros, por abrumadora mayoría fueron, debido sin duda a mi carácter poco flexible y gruñón,  tajantemente ásperos. Aunque hubo alguno en el que, estando un buen y antiguo amigo de por medio, domeñé mi genio y dejé al bellaco sin la lección que su estupidez y su impertinencia merecían. Como cuando por mediación del amigo antes citado sin nombrar, me comprometí a dar clases particulares, de bóbilis, al hijo de un compañero de trabajo suyo.  El alumno era un mozalbete tímido, educado y listo. Y el padre, incomprensiblemente, un zopenco entrometido. Más de una vez y más de dos entró en la habitación en la que el muchacho y yo tratábamos de hacer un comentario de texto con sus análisis morfológicos y sintácticos correspondientes, para interrumpirnos con idioteces, sacar a su hijo de la concentración, a mí de mis casillas y ponernos a ambos de muy mala leche. Transigí y aguanté mecha no sólo ya por mi amigo, sino por el chaval que era también víctima sin posibilidad de huida de la estupidez paterna. En fin, él aprobó la asignatura, que era de lo que se trataba, y yo, después de felicitarle haciéndole ver que el mérito era suyo y sólo suyo, salí pitando antes de que su padre, que ya venía por el pasillo llamándome, me abordara para meter la pata y joder la marrana, algo en lo  que era especialista. Así que, satisfecho con el resultado, disfruté yéndome con un portazo en sus narices que debió de tambalear los cimientos del edificio. Y aún disfruté más cuando, a los pocos días, mi circunstancial alumno me llamó por teléfono para, entre risas, darme cumplida cuenta del monumental e histérico cabreo que se había cogido su padre por mi destemplada salida de la casa. Lo cual que, misión cumplida por partida doble. O tal vez triple.

Repasando mis recuerdos para escribir este artículo he constatado que he vivido demasiadas situaciones como la anterior, aunque en alguna de ellas, por otra parte paradigmática, la víctima haya sido un amigo y yo solo testigo atribulado e impotente. Y lamento no poder entrar en más detalles ni explayarme en según qué caso, porque el aparato este en el que escribo acaba de avisarme de que estoy llegando al límite del espacio concedido. La tiranía del “puto folio”, que diría Umbral. Pero no importa, porque también dice el refrán que “hay más días que longanizas”, que ahora utilizo en su precavido sentido original y en el distorsionado por el tiempo. Pues eso, que más ‘alante’ hay más,  a ver si me quieres comprender, primo.   

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